miércoles, 17 de diciembre de 2014

Miedo escénico

Nos hablaban del miedo escénico y nos preguntábamos qué sería aquello de cénico. Sonaba horrible. Pero ya hemos descubierto casi todos que eso del miedo escénico no deja de ser un sinónimo de soledad y que Soledad no solo es un nombre de mujer.
Lo hemos oído contar muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo. Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan. Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar. Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí, en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.

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