Lo hemos oído contar
muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era
más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al
escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier
consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y
ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la
multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo.
Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la
decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con
la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y
fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero
fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo
temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del
rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos
están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito
tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la
pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan.
Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su
fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar.
Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros
mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad
de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un
escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se
bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién
nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí,
en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.
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