domingo, 28 de diciembre de 2014

La cárcel del ciempiés

¿Qué cómo me siento? ¿Con una tira de silicona pegada a la espalda? Como el que lleva una chapa en la cabeza. Aburrido de depender de la tira. Cansado de cronometrar un mínimo de doce horas y un máximo de veintitrés. 
Consciente del parasitismo de una tira que debe ser la ostia. Y que sanará. Y que ayudará a cicatrizar. Y que..., lo que quieran. Pero que no deja de ser, ni dejará de ser, un cuerpo extraño adherido a mi espalda. Un objeto que me incomoda. Y que agota mi escasa paciencia.
No la veo. Pero la siento. Sé que está ahí. Noto como en ocasiones se arruga, se enrolla en sí misma. Y también noto su tirantez. 
Me irrita. Más allá de la piel. Porque aunque se halle anclada en mi espalda, se ha introducido en mi cabeza. Y la verdad es que en el fondo no sé para que sirve, si me evita escozor o si estilizará mi ciempiés. Y yo no tengo nada contra ese ciempiés. Me da igual su tamaño. No me afecta que muestre con esplendor sus cien patas. Y me es indiferente que su cuerpo sea una fina línea por pericia del sastre-cirujano o un grueso tronco por la impericia del mismo. Es más, si de mí dependiera o acaso alguien tuviera a bien preguntarme, le diría que ni siquiera me opongo a que el bicho en cuestión goce de libertad para desplazarse arriba o abajo, a derecha o izquierda, manteniendo su lógica y sensata equidistancia con su origen, que no es otra cosa que el punto de su nacimiento.
Da igual. Es como una condena. Dos meses. Que pasarán aunque día a día parezcan una eternidad. Y que dejarán al ciempiés anclado a mi espalda, a expensas de que de vez en cuando se sienta escorpión y me acaricie el lomo con un aguijonazo. Como una venganza por mantenerlo encerrado en una cárcel de silicona. Una celda transparente, pero infranqueable.
No es un lamento profundo, pero no me gusta cárcel alguna, ya sea de barrotes, silicona o papel. Y a fin de cuentas, al bicho le contaron ocho patas y resulta que tiene cien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario