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miércoles, 29 de abril de 2020

Los cerezos en flor

Los cerezos en flor anunciaban una primavera que de algún modo nos ha sido robada como aquel mes de abril al que cantaba el trovador ubetense. No han sido lo único. Podríamos afirmar que nos han escamoteado una vida. Quizás para un gato una vida más o una vida menos sea algo relativo, insignificante, pero cualquier vida ha de ser vivida, hasta la que nos arrebatan. 
Ahora cuando pensamos en este tiempo que hemos tenido que vivir de forma inesperada, imaginamos, obviamente fantaseando, todo aquello que podíamos haber hecho y no hemos hecho, y que probablemente tampoco habríamos hecho en las condiciones habituales. 
Y ahora por esta situación anómala, para muchos se hace presente la muerte. Como si no estuviera antes ahí. Como si no fuera la única certeza de la vida. 
Descubrimos la vulnerabilidad, la fragilidad de nuestra existencia y de existencias ajenas e incluso nos adentramos en territorios inexplorados para algunos como el de la soledad. También pisamos la senda del miedo y naturalmente, reparamos en el dolor; en sus causas, en sus síntomas y en sus tipos. Aprendemos que hay un dolor físico, que en la mayoría de los casos es pasajero aunque en ocasiones parezca eterno, y hay otro dolor, más profundo, más duradero y por tanto, más complicado de sanar. 
De repente, un enemigo invisible ha tambaleado nuestra existencia, ha dinamitado los pilares sobre los que sustentábamos nuestro refugio y nos ha mostrado indefensos. Nos ha dejado desprovistos de corazas físicas e inmateriales, a su merced no sólo en el ámbito sanitario o ante una previsible crisis económica. Nos ha dejado desnudos como personas, individual y colectivamente. Y esas heridas tardarán un largo tiempo en cerrar. 
Por eso es hoy cuando anhelamos ese anuncio de primavera y ese birlado mes de abril. Por eso hoy más que nunca desearíamos volver a aquellos cerezos en flor.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Miedo escénico

Nos hablaban del miedo escénico y nos preguntábamos qué sería aquello de cénico. Sonaba horrible. Pero ya hemos descubierto casi todos que eso del miedo escénico no deja de ser un sinónimo de soledad y que Soledad no solo es un nombre de mujer.
Lo hemos oído contar muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo. Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan. Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar. Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí, en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Las afueras del corazón

El corazón que no entiende de cercanías está condenado a ser cárcel para una sola presa. La ausencia de libertad lo convierte en la más cerrada de las mazmorras, donde no penetra la luz. Y esa falta de luz conduce irremediablemente a la ceguera.
Por eso hay quien construye fortalezas con recuerdos de piedra o quien habita en la nada para carecer de alrededores.
Partidarios de la máscara y asiduos de la mirada distante, esa que sólo contribuye a la confusión de los interlocutores entre parapeto y arrogancia. Desconocedores de que no hay distancia insalvable para los que caminan como muertos en vida, quienes para evitar el yerro o la diáspora recorren una y otra vez el mismo camino y no saben si acortan o alargan su vida. Pura insignificancia.
Afrontar con naturalidad la ceguera o el temor empuja a otros a poblar las afueras del corazón. Tierra de nadie donde esconden su vulnerabilidad, faltos de abrigo pero imbuidos de la falsa creencia de hallarse protegidos. Y aunque no rehúyen el contacto, sólo contemplan la búsqueda de otros labios para sellarlos y garantizar así el silencio; el engaño con el que revisten la verdad que no quieren oír y de la que se ocultan sin lograr esquivarla.
En las afueras del corazón siempre se imponen los nones a los pares.

sábado, 14 de mayo de 2011

Sucedió en Lorca

Era una tarde de mayo. Como cualquier otra tarde, la del día anterior, la del día siguiente, la del mes pasado, la del mes que viene o las del año pasado o el anterior. Hasta que la madre tierra rugió. Entre las seis y las siete. La naturaleza resquebrajó la vasija de nuestra inmunidad, aquella donde creíamos a resguardo y empequeñecidos los miedos propios y extraños. Y esa tarde dejó de ser una más, y ese día se convierte en un 11 de mayo de 2011 que quedará marcado en las páginas de nuestra historia.
La globalización también era esto: descubrirse en el otro, en el contemplado como diferente. Y las mismas nuevas tecnologías que nos permitían desde nuestro universo abrir ventanas desde la televisión, el ordenador o el móvil al resto del mundo, nos sitúan ahora al otro lado del cristal. Lorca, un pequeño pueblo murciando desconocido para el resto del mundo, es hoy para ese resto del mundo aquel lugar lejano donde ocurren catástrofes que nunca pasan en nuestro hábitat.
Sucedió también otro 11-M, aquel once de marzo madrileño en que descubrimos nuestra vulnerabilidad. Cuando la masacre provocada por los fanáticos abandonó las ventanas tecnológicas, su apariencia virtual, para hacerse tangible entre nosotros. Nos despojó de nuestras convicciones de fortaleza y seguridad y quedamos desnudos, mostrando temores y fragilidad.
De repente, aquellos escenarios de ciudades derruidas, de humo y sangre dejan de estar distantes en kilómetros. Lo exótico deja paso a lo habitual. Las piedras desprendidas y agrietadas son nuestras piedras y los trenes de hierros retorcidos son nuestros trenes.
No somos inmunes. Nunca lo fuimos. Sólo mirábamos con la perspectiva errada.