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martes, 24 de mayo de 2016

El 'pequeño arlequín'

Lo bueno de tener amigos poetas es que te abren las puertas de sus libros y te invitan a entrar. Te dejan que recorras las páginas y que invadas sus poemas sin ni siquiera esperar un gesto de aprobación, pero sin duda satisfechos por la mirada cómplice que no necesita adornarse con palabras. 
Los poetas tienden puentes de estrofas y de versos para comunicar esas islas que somos todos, porque todos en alguna ocasión nos hemos sentido como la tierra solitaria y abandonada, incluso perdida, rodeada por el océano. 
Miguel Agudo, poeta, me ha regalado uno de esos puentes. Un ‘pequeño arlequín’ para el ‘disfrute’ que proviene de una isla que no existe, un islote de poesía llamado Siltolá. O tal vez sí exista, porque las islas no solo se encuentran en océanos y mares, también las hay en los mapas de la imaginación y como no, está la propia Siltolá que estos libros de poesía han convertido más que en isla en un archipiélago de letras, al que se llega por caminos de tierra y agua y a través de puentes siempre expuestos a desvanecerse y ser engullidos por el pensamiento. 
“CUANDO HERODES LA TIERRA” es el primer poemario publicado por Miguel Agudo, galardonado con un “Accésit del primer ‘Premio Fundación ECOEM de Poesía’, que descubrió la luz un 23 de abril de 2009, “con cubierta inspirada en la primera edición de las ‘Greguerías’ de Ramón Gómez de la Serna”. 
No es este ‘pequeño arlequín’ un puente nuevo y por tanto desconocido para mí, porque ya tuve la ocasión de recorrer el camino en “Amorexia”, otro poemario de Miguel, publicado también por La Isla de Siltolá, en su colección TIERRA, en 2014. 
Y además pude adentrarme en sus “Imágenes en cursiva” de su “Pliego de la Visión”, publicado en julio de 2015 por Grafi-Grau. Un puente de poesía visual que inevitablemente conduce a la sonrisa, que de alguna manera debe ser un preámbulo a la isla de la felicidad; esa tierra que solo se habita un instante pero cuyo recuerdo llevamos siempre con nosotros. 
Me detengo en el último poema de “CUANDO HERODES LA TIERRA”, ‘Qué heredaremos’, dedicado a la poeta polaca Wislawa Szymborska, y en su último verso “… todo menos la tierra”. 
Prosigamos pues tendiendo puentes.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Las islas imaginarias

Todavía hay quien sale a buscar islas imaginarias. Un viejo anhelo de los desencantados con la realidad. Aquellos que sueñan con pisar tierra firme para mitigar el escepticismo al que conducen las preguntas sin respuesta.
La media cáscara de nuez, con un palillo a modo de mástil y un trozo de papel como vela que invita al viento a impulsarla, ha abandonado las manos infantiles para convertirse en un sólido barco que desde el embarcadero de la imaginación parte a navegar por océanos y mares. 
Hoy más que nunca queremos ser como Corto Maltés, incluso ser él, para guiar el timón con mano firme, adivinar la dirección del viento por el dibujo de las olas y alcanzar una de esas islas. 
Es una búsqueda desesperada. El intento de hallar un refugio temporal para resistir el día a día y soportar sin doblegarse cada amanecer. 
Porque al caer la noche, con los pies hundidos en la arena y el sabor de la sal mezclándose en la boca con algún licor, apuraremos la botella que lo contiene y la estrellaremos contra las rocas para evitar la tentación de que aprese las palabras y las lleve al continente real más cercano. 
Consumiremos días y noches en esa búsqueda. Y sí, pisaremos islas de oscuras selvas donde no se halla lo perdido; islas de tierra de fuego que te abrasan las entrañas sin tocar la piel e islas de hielo que necesitan mucho ron para derretirse. 
Cada isla es y será un espejismo. Y aún así nos hace debatirnos entre la duda de construir puentes o quemar el barco. Y esa incertidumbre es la que guía la búsqueda y la dota de una razón de ser.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Miedo escénico

Nos hablaban del miedo escénico y nos preguntábamos qué sería aquello de cénico. Sonaba horrible. Pero ya hemos descubierto casi todos que eso del miedo escénico no deja de ser un sinónimo de soledad y que Soledad no solo es un nombre de mujer.
Lo hemos oído contar muchas veces, pero como con tantas otras cosas pensábamos que era más ficción o impostura que realidad. Los nervios antes de salir al escenario, el impulso de salir huyendo... y por encima de cualquier consideración, la soledad.
La leyenda no era tal y ahora compartimos la certeza de que se está solo con y ante la multitud. Que entre el escenario y la primera fila media un abismo. Que existen pasarelas por las que desfila amenazante el miedo a la decepción. Y que desde la altura existe el temor a no dar la talla.
Seguimos siendo islas con la necesidad de tender puentes y de que esos puentes sean sólidos y fiables, que permitan el tránsito de las personas, pero fundamentalmente, que nos permitan comunicarnos y empatizar.
Y seguimos sintiendo temor a que el agua nos devuelva el reflejo de la nada en lugar del rostro; la faz real o aquella construida durante años que todos están habituados a ver, a pesar de que no nos reconozcamos en ella.
Creíamos que el éxito tenía solo una cara, la que brilla en el papel couché o en la pantalla de plasma, y que hacía intocables a quienes lo alcanzan. Despreciábamos, incluso como hipótesis, la posibilidad de su fracaso, y por tanto, la parálisis que produce el miedo a fracasar. Sin importar que nunca fuéramos tan condescendientes con nosotros mismos, sempiternos candidatos a besar la lona y lograr la heroicidad de apretar los dientes y volvernos a levantar.
El artista solo en un escenario no se enfrenta al público, se enfrenta a sí mismo. Se bate con la verdad suprema de ser o no ser, consciente de que quién nunca recurrió al engaño siempre está expuesto a perder. Y ahí, en el hábitat de la duda, se embosca la vulnerabilidad.

sábado, 1 de marzo de 2014

El pescador de iceberg

Se marchó cuando todavía necesitaba respirarla. Quedó solo y con una vida por delante. Pero cometió el error de pensar que ya no le quedaba vida. Así que penó con el destierro, que es la más fácil de las huidas. Se vio abocado a aprender a vivir consigo mismo y quedó preso del tiempo en el ángulo marcado por las manecillas del reloj.
Descubrió que ese tiempo no se detiene y que como creía el Genio hasta los relojes blandos marcan las horas y es el recuerdo el que como relojero paciente les da cuerda.
Ella volvió. Quizás porque nunca se había ido. Los años la convirtieron en río. Aparecía y desaparecía como las aguas y lo zarandeaba, lo sumergía en ellas, lo arrastraba, sobrepasando el cauce, para casi ahogarlo, y cuando volvía a ese cauce lo arrojaba a la orilla, dolorido, magullado.  También perdido. Y levantó un muro infranqueable e invisible entre sus mundos, pasado, presente y futuro.
Camina hacia adelante, pero vuelve la vista atrás. Consciente de que el adiós habita en un parque junto al canal, donde juegan los niños que mañana serán hombres y mujeres ajenos a los caprichos del destino; ese que cruza vidas entre la multitud con líneas tangentes y círculos concéntricos.
Escarbó en su herida y sobre las cicatrices trazó con sal un mapa de océanos, en el que aparecían islas sin nombre pero con un rostro de mujer desdibujado. Y soñó en construir puentes que unieran las islas. Los coloreó con la sangre que brotaba de la herida y no sin asombro contempló que era oscura y que los puentes carecían de fortaleza más allá de la otorgada por el deseo de las propias islas.
A veces derrama sus lágrimas en mi oído; a sabiendas de que apenas puedo ofrecerle mi hombro, pues no soy capaz de hallar palabras que mitiguen su pesar. Y tampoco puedo abrirle la puerta del olvido.
Ahora se ha convertido en pescador de iceberg en vasos de boca ancha. En ocasiones, cuando las sirenas abandonan el mar buscando el cobijo de la luna, le acompaño a pescar. Nos subimos a esa barca que parece taburetes de bar y remamos en la barra, sin llegar a parte alguna. Quizás busque la parca o una suerte de ballena blanca que dote de sentido a la existencia perdida, pero se contenta con almacenar esos trozos de hielo cerca del corazón.
Al regresar, surcando en zigzag los mares de ron con las luces del alba, me ofrece un puñado de sal. Y besa la arena como si fueran los labios de aquella mujer. La misma que una vez creyó volver a ver, sin percibir que era la proyección de la ausencia.

jueves, 25 de febrero de 2010

Mi puente

Ahora construyo un puente. Para lograrlo no es suficiente con el yo, necesito también al otro, y a partir de ahí cualquiera que quiera sumarse al proyecto es bienvenido.
Se pueden construir puentes con las palabras y la mirada. Y también con la amistad o entrelazando las manos. Y se pueden construir puentes sin tener idea de fuerza o resistencia. E ignorando todo o casi todo sobre técnica y materiales.
Estoy construyendo un puente que no se dónde lleva y para qué sirve, salvo que al otro lado haya alguien y entonces, el fin es claro.
Los puentes unen. Son como una mano tendida a la que asirse. Un camino sobre el abismo. Y una senda de colores como el arco iris, el más hermoso e inalcanzable de los puentes. Pero no son como el camino que sumado a otros muchos conduce siempre inexorablemente a un único destino.
Algunos se construyen sobre ríos y mares y otros cruzan gargantas o barrancos. También los hay interplanetarios, submarinos y ocultos en las profundidades de la tierra que sólo pueden ser atravesados en el mundo de los sueños. El mío se alza sobre las lenguas de agua. Espero que libere a las lenguas de carne de su letargo en la boca y que en ese despertar sean incluso capaces de soñar con otras bocas. Y espero que ese puente sea un nexo entre islas, para pisar tierra más allá de las soledades compartidas.

viernes, 19 de febrero de 2010

Islas

Los ritmos de vida de las ciudades, en ocasiones vertiginosos, nos convierten en islas. Pedazos de tierra rodeados de agua en los que sólo habitamos nosotros.
Quizás exista el anhelo de la conversión en continentes o simplemente en istmos, la necesidad de renunciar a la insularidad. Puede que incluso se emitan señales con desesperación, columnas de humos que dibujan gritos ascendentes en el cielo o llantos desconsolados con destino al corazón.
Pero convertimos las islas en paraísos o infiernos. Algunas son auténticas fortalezas, donde casi es imposible el desembarco de una pequeña barca y en caso de que éste se produzca, de que la nave alcance la arena, es destruida sin piedad, igual que sus tripulantes. Otras sueñan con ser descubiertas, conquistadas, ubicadas en el mapa.
A veces las islas establecen comunicación, sin contacto físico, se agrupan y se convierten en archipiélagos; pero las lenguas de agua siguen prevaleciendo sobre las de carne encerradas en nuestras bocas. Y no hay mayor logro, ni se aspira a más, que las soledades compartidas.
En ese archipiélago se confunde la isla con el islote y al solitario con el que está solo. La falta de aspiración lleva al conformismo y modela la posibilidad de desaparecer bajo las aguas. Triste destino para una isla.