sábado, 1 de marzo de 2014

El pescador de iceberg

Se marchó cuando todavía necesitaba respirarla. Quedó solo y con una vida por delante. Pero cometió el error de pensar que ya no le quedaba vida. Así que penó con el destierro, que es la más fácil de las huidas. Se vio abocado a aprender a vivir consigo mismo y quedó preso del tiempo en el ángulo marcado por las manecillas del reloj.
Descubrió que ese tiempo no se detiene y que como creía el Genio hasta los relojes blandos marcan las horas y es el recuerdo el que como relojero paciente les da cuerda.
Ella volvió. Quizás porque nunca se había ido. Los años la convirtieron en río. Aparecía y desaparecía como las aguas y lo zarandeaba, lo sumergía en ellas, lo arrastraba, sobrepasando el cauce, para casi ahogarlo, y cuando volvía a ese cauce lo arrojaba a la orilla, dolorido, magullado.  También perdido. Y levantó un muro infranqueable e invisible entre sus mundos, pasado, presente y futuro.
Camina hacia adelante, pero vuelve la vista atrás. Consciente de que el adiós habita en un parque junto al canal, donde juegan los niños que mañana serán hombres y mujeres ajenos a los caprichos del destino; ese que cruza vidas entre la multitud con líneas tangentes y círculos concéntricos.
Escarbó en su herida y sobre las cicatrices trazó con sal un mapa de océanos, en el que aparecían islas sin nombre pero con un rostro de mujer desdibujado. Y soñó en construir puentes que unieran las islas. Los coloreó con la sangre que brotaba de la herida y no sin asombro contempló que era oscura y que los puentes carecían de fortaleza más allá de la otorgada por el deseo de las propias islas.
A veces derrama sus lágrimas en mi oído; a sabiendas de que apenas puedo ofrecerle mi hombro, pues no soy capaz de hallar palabras que mitiguen su pesar. Y tampoco puedo abrirle la puerta del olvido.
Ahora se ha convertido en pescador de iceberg en vasos de boca ancha. En ocasiones, cuando las sirenas abandonan el mar buscando el cobijo de la luna, le acompaño a pescar. Nos subimos a esa barca que parece taburetes de bar y remamos en la barra, sin llegar a parte alguna. Quizás busque la parca o una suerte de ballena blanca que dote de sentido a la existencia perdida, pero se contenta con almacenar esos trozos de hielo cerca del corazón.
Al regresar, surcando en zigzag los mares de ron con las luces del alba, me ofrece un puñado de sal. Y besa la arena como si fueran los labios de aquella mujer. La misma que una vez creyó volver a ver, sin percibir que era la proyección de la ausencia.

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