Se
marchó cuando todavía necesitaba respirarla. Quedó solo y con una vida por
delante. Pero cometió el error de pensar que ya no le quedaba vida. Así que
penó con el destierro, que es la más fácil de las huidas. Se vio abocado a
aprender a vivir consigo mismo y quedó preso del tiempo en el ángulo marcado
por las manecillas del reloj.
Descubrió
que ese tiempo no se detiene y que como creía el Genio hasta los relojes
blandos marcan las horas y es el recuerdo el que como relojero paciente les da
cuerda.
Ella
volvió. Quizás porque nunca se había ido. Los años la convirtieron en río. Aparecía
y desaparecía como las aguas y lo zarandeaba, lo sumergía en ellas, lo
arrastraba, sobrepasando el cauce, para casi ahogarlo, y cuando volvía a ese
cauce lo arrojaba a la orilla, dolorido, magullado. También perdido. Y levantó un muro
infranqueable e invisible entre sus mundos, pasado, presente y futuro.
Camina
hacia adelante, pero vuelve la vista atrás. Consciente de que el adiós habita
en un parque junto al canal, donde juegan los niños que mañana serán hombres y
mujeres ajenos a los caprichos del destino; ese que cruza vidas entre la
multitud con líneas tangentes y círculos concéntricos.
Escarbó
en su herida y sobre las cicatrices trazó con sal un mapa de océanos, en el que
aparecían islas sin nombre pero con un rostro de mujer desdibujado. Y soñó en
construir puentes que unieran las islas. Los coloreó con la sangre que brotaba
de la herida y no sin asombro contempló que era oscura y que los puentes
carecían de fortaleza más allá de la otorgada por el deseo de las propias
islas.
A
veces derrama sus lágrimas en mi oído; a sabiendas de que apenas puedo
ofrecerle mi hombro, pues no soy capaz de hallar palabras que mitiguen su
pesar. Y tampoco puedo abrirle la puerta del olvido.
Ahora
se ha convertido en pescador de iceberg en vasos de boca ancha. En ocasiones, cuando
las sirenas abandonan el mar buscando el cobijo de la luna, le acompaño a
pescar. Nos subimos a esa barca que parece taburetes de bar y remamos en la barra,
sin llegar a parte alguna. Quizás busque la parca o una suerte de ballena
blanca que dote de sentido a la existencia perdida, pero se contenta con
almacenar esos trozos de hielo cerca del corazón.
Al
regresar, surcando en zigzag los mares de ron con las luces del alba, me
ofrece un puñado de sal. Y besa la arena como si fueran los labios de aquella
mujer. La misma que una vez creyó volver a ver, sin percibir que era la
proyección de la ausencia.
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