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domingo, 21 de marzo de 2021

Otra nueva primavera

Otro 21 de marzo. Otra nueva primavera. Otra anotación en el calendario. Una vez más se impone la ausencia. Es el recuerdo el que la mantiene aquí, habitando en los territorios de la memoria. 
Cuando no hay velas que soplar solo vale echar la vista atrás. Engañar al tiempo para tender un cable al pasado. Y asirlo con fuerza, como si realmente estuvieras al otro lado, como si realmente pudieran rozarse nuestros dedos hasta llegar a nuestras manos, a nuestros brazos…Y ese artificio es el mejor regalo. 
Un año más no he perdido la cuenta. No he olvidado este día. Tampoco el año de la partida. Desgrano el tiempo en mi cabeza como otros las cuentas del rosario entre los dedos, para converger en esa creencia de que se escapan los días hasta hacerse inalcanzables. 
Y aún así en la distancia se alza esa primera flor anunciando esa primavera que a la vez enfría y calienta el corazón, que humedece los ojos y los alegra. El jaramago florece y se esparce por los campos como un manto de mensajes para este destinatario que siempre espera leer las mismas palabras: se acerca el día, la primavera llega. 
Recuerdo los versos del poeta, “Primavera de flores y de sangre./ Más yo quiero mirarte, primavera..”. Y lleno la copa casi hasta el borde para alzarla por el ausente y evocar un brindis que por un instante lo devuelva, lo haga carne, huesos, músculos, sangre. No solo esa flor amarilla que cada mes de marzo me trae la misma ya vieja nueva.

jueves, 21 de marzo de 2019

Feliz no cumpleaños

Cada 21 de marzo se aviva el recuerdo. Pienso en ese primer brote de la primavera, el jaramago, cuando el invierno ya es eterno. 
Quedó atrás el decenio. A la ausencia física la suple la presencia en el recuerdo, la única manera probable de inmortalidad: vivir a través de la memoria del otro, de otros. 
El tiempo mitiga el dolor, atempera la pérdida pero no puede borrarla; se lleva el olor de la cera y condena a la oscuridad a la llama. No se prende, no se sopla, no se festeja. Se imponen la evocación y el silencio. 
Las lágrimas ya están secas, las heridas cerradas, pero siempre quedan las cicatrices; ciempiés reptando, arrastrándose, deslizándose por los surcos de la memoria. 
No hay vestigios del último baile. No queda nada de aquel polvo, aquella ceniza zarandeada por el viento. Las huellas en el aire se pierden antes de que calle la orquesta. 
Y a pesar de ello, frente a todos los pesares, conservo la certeza de tu existencia. La real, la edulcorada por el paso del tiempo, la imaginada… Una sola existencia contemplada a través del caleidoscopio agitado no ya por las manos sino por mi propia inercia. 
Poco importa donde se dibuja la frontera entre lo que fue y lo que ya no será. Seguimos cruzando los puentes del afecto a sabiendas de que hay palabras perdidas, rotas, hirientes y también algunas que nunca se pronunciaron, junto a aquellas que deseamos olvidar y a aquellas otras apenas suspiradas, casi muertas antes de nacer. 
Dicen que hoy se celebran en el mundo los versos. Se desempolvan los libros y los buscadores de internet para extraer un poema de tal o cual autor. 
¿Sabes lo que pienso, viejo? La muerte si es un poema. Y la vida su poesía. 
Feliz no cumpleaños.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Otro frío 21 de marzo

Cada 21 de marzo llega la primavera. En esta ocasión con un preámbulo de nieve y frío, el mismo que anida cada año en mi interior, ese que nace de la ausencia. Y aún así busco fuera con la mirada el tallo verde y espigado y la flor amarilla del jaramago. 
La primera flor de la primavera me ancla a aquel territorio de la memoria donde habita la presencia sin vida; donde los pasos no marcan la huella, donde los ojos son cuencas vacías de miradas perdidas y la piel es un fino velo perdido u olvidado, donde la niebla me recuerda el humo ascendente de la pipa, donde ya no hay lugar para la confrontación por los desencuentros y donde los tragos que van por tí no pueden quemar más que tu silencio. 
No sirve dar marcha atrás al reloj o mantener las hojas del calendario para construir un imaginario del tiempo perdido. Solo cabeza y corazón son capaces de esbozar un relato que probablemente cada vez es menos fidedigno, coronando al jaramago sobre rosas o crisantemos. 
Vendrá un día en que todo será blanco como esa nieve caída en el umbral de la primavera. Y ya no habrá lugar para un nuevo 21 de marzo, tampoco para los pasados. Solo se extenderá al frente un páramo, por el que se deambula sin rumbo desde la inconsciencia que regala el olvido. 
Mientras llega el momento, guardaré el maullido, incluso ante el vuelo de aves de mal bajío, y seguiré buscando cada marzo con la mirada el amarillo de la flor del jaramago y el espigado tallo verde. A sabiendas de que hacen crecer el frío dentro, pero anuncian el sol de primavera y la luz.

martes, 21 de marzo de 2017

21 de marzo

Los jaramagos me anunciaban en los días previos que como cada año se acerca un 21 de marzo. No hay nada que celebrar. Y aunque la tristeza se asoma por la esquina, no es un día triste. Pero tampoco es un día sin más en la hoja del calendario. 
Es uno de esos días en los que se ganan unos palmos de tierra a la parcela del olvido. Uno de esos en los que la memoria reverdece como el tallo del jaramago. Uno de esos en los que la cabeza y el corazón se agitan. 
Es el mismo 21 de marzo en que como en años anteriores no descolgaré el teléfono, no habrá llamada, no habrá voz al otro lado. Solo la ausencia. La presencia de la pérdida. El silencio. 
También es el día en que llega la primavera. El día en que de repente recordamos que existen los poetas. El día en que despertamos a los versos y los soltamos al aire como si fueran el hilo que ata la cometa. 
Es el día que anuncia días más largos, cuando ya no queda tiempo; días de luz, cuando ya se hizo la noche, y días de sol, cuando ya ni el frío calienta. 
Y a pesar de eso o por eso sigue siendo uno de los días más hermosos del año. El día que florece el jaramago.

sábado, 1 de marzo de 2014

El pescador de iceberg

Se marchó cuando todavía necesitaba respirarla. Quedó solo y con una vida por delante. Pero cometió el error de pensar que ya no le quedaba vida. Así que penó con el destierro, que es la más fácil de las huidas. Se vio abocado a aprender a vivir consigo mismo y quedó preso del tiempo en el ángulo marcado por las manecillas del reloj.
Descubrió que ese tiempo no se detiene y que como creía el Genio hasta los relojes blandos marcan las horas y es el recuerdo el que como relojero paciente les da cuerda.
Ella volvió. Quizás porque nunca se había ido. Los años la convirtieron en río. Aparecía y desaparecía como las aguas y lo zarandeaba, lo sumergía en ellas, lo arrastraba, sobrepasando el cauce, para casi ahogarlo, y cuando volvía a ese cauce lo arrojaba a la orilla, dolorido, magullado.  También perdido. Y levantó un muro infranqueable e invisible entre sus mundos, pasado, presente y futuro.
Camina hacia adelante, pero vuelve la vista atrás. Consciente de que el adiós habita en un parque junto al canal, donde juegan los niños que mañana serán hombres y mujeres ajenos a los caprichos del destino; ese que cruza vidas entre la multitud con líneas tangentes y círculos concéntricos.
Escarbó en su herida y sobre las cicatrices trazó con sal un mapa de océanos, en el que aparecían islas sin nombre pero con un rostro de mujer desdibujado. Y soñó en construir puentes que unieran las islas. Los coloreó con la sangre que brotaba de la herida y no sin asombro contempló que era oscura y que los puentes carecían de fortaleza más allá de la otorgada por el deseo de las propias islas.
A veces derrama sus lágrimas en mi oído; a sabiendas de que apenas puedo ofrecerle mi hombro, pues no soy capaz de hallar palabras que mitiguen su pesar. Y tampoco puedo abrirle la puerta del olvido.
Ahora se ha convertido en pescador de iceberg en vasos de boca ancha. En ocasiones, cuando las sirenas abandonan el mar buscando el cobijo de la luna, le acompaño a pescar. Nos subimos a esa barca que parece taburetes de bar y remamos en la barra, sin llegar a parte alguna. Quizás busque la parca o una suerte de ballena blanca que dote de sentido a la existencia perdida, pero se contenta con almacenar esos trozos de hielo cerca del corazón.
Al regresar, surcando en zigzag los mares de ron con las luces del alba, me ofrece un puñado de sal. Y besa la arena como si fueran los labios de aquella mujer. La misma que una vez creyó volver a ver, sin percibir que era la proyección de la ausencia.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Los pensamientos tristes

Me gusta el mar. Algo poco habitual en un gato. Cierto. Será reminiscencia de otras vidas o el impulso de seguir el olfato hacia manjares anhelados. Me gusta contemplar el mar, ver las olas llegar y regresar dejando tras de sí un rastro de espuma y mantener la mirada en su cresta iluminada por el sol.
El viernes estuve frente al mar. La costa almeriense me ofrecía un cálido abrigo en contraste con el frío del interior. En unos kilómetros, apenas una vuelta del reloj, cambié los copos de nieve de tierras granadinas por una playa vacía y un mar inabordable donde navegaban los pensamientos; tristes, pesadas anclas que impiden volar.
No me gustan las despedidas. Y menos aquellas que son para siempre. Inevitables y definitivas. Las del adiós sin respuesta. Aún a sabiendas de que forman parte del ciclo de la vida. Consciente de la existencia de un principio y un final. No me gusta el vacío que provoca la ausencia.
Sé que no hay consuelo, porque conozco el sonido a hueco de las palabras cuando ese vacío es inmenso. Incluso de aquellas nacidas en el corazón. Y recuerdo que las lágrimas, públicas o privadas, mezclan dolor e impotencia; y ambos encogen la razón.
Relevos generacionales que nos sitúan frente al espejo y nos gritan que Peter Pan pasó por aquí, que no hay escondite para los niños perdidos y que Garfio siempre vuelve, sólo que con los años el garfio se torna guadaña y no hay cielo que surque un barco, ni pensamientos alegres para escapar.

lunes, 31 de enero de 2011

Ausencias

Si dijera que la vida es un compendio de ausencias, probablemente alguien objetaría que en realidad es una suma de presencias. Lo que nos llevaría a debatir sobre la necesidad de que exista la presencia como paso previo a la aparición de la ausencia o si es la ausencia la que da paso como su antagonista a la presencia. Lo que no es discutible es la voluntariedad de algunas ausencias y la condición de inevitable de otras.
Las ausencias causan gozo o desolación; incluso en ocasiones incredulidad y perplejidad, porque no comprendemos la causa de algunas de esas ausencias. Por tanto, con el paso del tiempo llegamos incluso a creer que esa presencia no fue real; es decir, que la ausencia no se ha producido, o a convertir esa ausencia en una obsesión, haciéndola perdurar como presencia, pese a no ser tal.
En cualquier caso, la ausencia implica pérdida. Y esa pérdida puede ser motivo de desgarro o de alivio. En ocasiones, por nuestra propia naturaleza, ambas o una mezcla de las dos.
Desde ese conocimiento y sin renunciar a la consciencia podríamos elaborar una relación de ausencias deseables y presencias prescindibles o a la inversa. Descubriríamos que hay actos que no sobreviven más allá del deseo y que otros sólo demandan una acción individual o una suma de acciones individuales para su consecución. También que algunos no están a nuestro alcance. Son cosa de duendes. O intrínsecas a la vida.

martes, 27 de octubre de 2009

¿Para qué?

El sábado fui al cementerio. No es un sitio que me agrade demasiado, pero es cierto que allí se experimenta una sensación de paz, de tranquilidad, de relativo silencio.
No estuve demasiado tiempo. De hecho, permanecí allí apenas unos minutos porque era la hora de cerrar. Fui a llevarle unas flores a mi abuela. El viernes se cumplió un año justo de su ausencia. Fue la última en marcharse de una lista demasiado larga, al menos para mí, y condensada en un corto espacio de tiempo, de junio a octubre, que convirtió 2008 en un periodo de tiempo amargo.
El domingo estuve en el tanatorio. El padre de una amiga había claudicado ante su estado de salud y acudí a acompañarla en tan triste lance. Hacía justo un año que no había pisado aquel lugar; desde que fui a recoger las cenizas de mi abuela.
En poco tiempo había recogido tantas cenizas y había portado tantas urnas, que podía pasar con naturalidad por un empleado de una funeraria; pero no era más que otro damnificado por la pérdida. Consciente de que cada pérdida es como una amputación, y de que cada miembro amputado es irrecuperable.
Dicen que los que se van siguen viviendo en el corazón y en el recuerdo de los que nos quedamos; así que me temo que están condenados a una segunda marcha cuando se produzca la nuestra. Del mismo modo que la afección por la pérdida implica una búsqueda del equilibrio entre el corazón y el cerebro o lo que es lo mismo, nivelar la balanza de los sentimientos y la razón. Una tarea ardua porque el desequilibrio empuja a territorios inexplorados de nuestra propia existencia, a páramos inhóspitos en los que las ausencias traen el frío a los huesos, el paroxismo a los sentimientos y llevan a la razón al borde de la sinrazón.
Y no es fácil mantener la estabilidad cuando se anda sobre el alambre y no se tienen ni las condiciones, ni la capacidad del equilibrista, no ya para hacer piruetas en el aire, sino para caminar. Aunque sea sobre el alambre, y a sabiendas de que da igual caer o llegar al final del camino, porque el resultado es el mismo. Y porque no hay respuesta a la que probablemente sea una de las preguntas más antiguas de la humanidad ¿para qué?