Me
gusta el mar. Algo poco habitual en un gato. Cierto. Será reminiscencia de
otras vidas o el impulso de seguir el olfato hacia manjares anhelados. Me gusta
contemplar el mar, ver las olas llegar y regresar dejando tras de sí un rastro
de espuma y mantener la mirada en su cresta iluminada por el sol.
El
viernes estuve frente al mar. La costa almeriense me ofrecía un cálido abrigo
en contraste con el frío del interior. En unos kilómetros, apenas una vuelta
del reloj, cambié los copos de nieve de tierras granadinas por una playa vacía
y un mar inabordable donde navegaban los pensamientos; tristes, pesadas anclas
que impiden volar.
No
me gustan las despedidas. Y menos aquellas que son para siempre. Inevitables y
definitivas. Las del adiós sin respuesta. Aún a sabiendas de que forman parte
del ciclo de la vida. Consciente de la existencia de un principio y un final. No
me gusta el vacío que provoca la ausencia.
Sé
que no hay consuelo, porque conozco el sonido a hueco de las palabras cuando ese
vacío es inmenso. Incluso de aquellas nacidas en el corazón. Y recuerdo que las
lágrimas, públicas o privadas, mezclan dolor e impotencia; y ambos encogen la
razón.
Relevos
generacionales que nos sitúan frente al espejo y nos gritan que Peter Pan pasó
por aquí, que no hay escondite para los niños perdidos y que Garfio siempre
vuelve, sólo que con los años el garfio se torna guadaña y no hay cielo que
surque un barco, ni pensamientos alegres para escapar.
nos seguiremos abrazando mientras tanto...
ResponderEliminary que no nos falten esos abrazos.
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