domingo, 2 de diciembre de 2012

Los pensamientos tristes

Me gusta el mar. Algo poco habitual en un gato. Cierto. Será reminiscencia de otras vidas o el impulso de seguir el olfato hacia manjares anhelados. Me gusta contemplar el mar, ver las olas llegar y regresar dejando tras de sí un rastro de espuma y mantener la mirada en su cresta iluminada por el sol.
El viernes estuve frente al mar. La costa almeriense me ofrecía un cálido abrigo en contraste con el frío del interior. En unos kilómetros, apenas una vuelta del reloj, cambié los copos de nieve de tierras granadinas por una playa vacía y un mar inabordable donde navegaban los pensamientos; tristes, pesadas anclas que impiden volar.
No me gustan las despedidas. Y menos aquellas que son para siempre. Inevitables y definitivas. Las del adiós sin respuesta. Aún a sabiendas de que forman parte del ciclo de la vida. Consciente de la existencia de un principio y un final. No me gusta el vacío que provoca la ausencia.
Sé que no hay consuelo, porque conozco el sonido a hueco de las palabras cuando ese vacío es inmenso. Incluso de aquellas nacidas en el corazón. Y recuerdo que las lágrimas, públicas o privadas, mezclan dolor e impotencia; y ambos encogen la razón.
Relevos generacionales que nos sitúan frente al espejo y nos gritan que Peter Pan pasó por aquí, que no hay escondite para los niños perdidos y que Garfio siempre vuelve, sólo que con los años el garfio se torna guadaña y no hay cielo que surque un barco, ni pensamientos alegres para escapar.

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