Laberintos
sin principio y fin, en cuyos senderos prende un fuego eterno que dura un
instante. Camino de tentación para quien ve purificación en la entrega al fuego, para
quien anhela las llamas de la pasión o para aquellos que se abrasan en ese
instante sin escatimar en la renuncia.
Mazmorras
de puertas inaccesibles, ventanas ciegas y cerraduras cuyas llaves parecen inalcanzables
salvo para guardianes obedientes a la voz del amo.
Prebostes
de nuevo cuño y miras pretéritas, emboscados en peñascos de ira y sinrazón,
desde donde trazan la ruta de la involución al grito de ¡Muera el infiel!,
mientras disimulan las astas en tocados y coronas.
El
color cambia al blanco y negro, sin lugar para el gris o el sepia. Y la sangre
se torna tinta y alcohol a borbotones, para expulsar palabras sin dueño,
desbocadas entre el teclado y la pantalla.
Se
levantan muros infranqueables sobre los que es inútil brincar, tras los que se esconden
nuevos y más altos muros. Dispuestos como fichas sobre el tablero, dibujando un
bosque impenetrable de piedra. Sin gateras.
Y
cuando correr no sirve para moverse del sitio y al saltar no se despegan los
pies del suelo, surge el espejismo de que esos muros se conviertan en lienzos
sobre los que arte y rebeldía nos devuelven el color y esbozan escalas para encaramarse
a ellos y dejarlos atrás, abandonando el tablero con la intención de comenzar
otra partida con nuevas reglas de juego.
Y
aún presos de los matices, respiramos porque vemos escapatoria.
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