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domingo, 2 de diciembre de 2012

Los pensamientos tristes

Me gusta el mar. Algo poco habitual en un gato. Cierto. Será reminiscencia de otras vidas o el impulso de seguir el olfato hacia manjares anhelados. Me gusta contemplar el mar, ver las olas llegar y regresar dejando tras de sí un rastro de espuma y mantener la mirada en su cresta iluminada por el sol.
El viernes estuve frente al mar. La costa almeriense me ofrecía un cálido abrigo en contraste con el frío del interior. En unos kilómetros, apenas una vuelta del reloj, cambié los copos de nieve de tierras granadinas por una playa vacía y un mar inabordable donde navegaban los pensamientos; tristes, pesadas anclas que impiden volar.
No me gustan las despedidas. Y menos aquellas que son para siempre. Inevitables y definitivas. Las del adiós sin respuesta. Aún a sabiendas de que forman parte del ciclo de la vida. Consciente de la existencia de un principio y un final. No me gusta el vacío que provoca la ausencia.
Sé que no hay consuelo, porque conozco el sonido a hueco de las palabras cuando ese vacío es inmenso. Incluso de aquellas nacidas en el corazón. Y recuerdo que las lágrimas, públicas o privadas, mezclan dolor e impotencia; y ambos encogen la razón.
Relevos generacionales que nos sitúan frente al espejo y nos gritan que Peter Pan pasó por aquí, que no hay escondite para los niños perdidos y que Garfio siempre vuelve, sólo que con los años el garfio se torna guadaña y no hay cielo que surque un barco, ni pensamientos alegres para escapar.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El camino de las palabras

A veces después de haber satisfecho la necesidad de escribir me siento vacío. Como si el acto de escribir me hubiera exigido un desgaste físico y mental desmesurado o como si de repente algo hubiera muerto en mi interior y ya no hubiese nada que mereciera el esfuerzo y la voluntad de sentarse ante el papel en blanco.
Ese vacío parece tener la suficiente dimensión como para disuadirme de comenzar de nuevo. Adopta la forma del punto y final y contribuye, mientras perduran sus efectos, a crear la convicción de que el baúl de las palabras es un trasto inútil, en el que nunca más tendré que rebuscar verbos, nombres, artículos o frases a los que asirme.
Esa ilusión acaba por desvanecerse y el punto y final se convierte en un punto y seguido. De modo que antes o después me hallo de nuevo en el lugar de partida, trasladando al papel una parte de lo que bulle en mi cabeza y dejando que adquiera en él vida propia.
Saco las palabras del baúl para que tracen en ese papel su propio camino, tomando como inicio y destino aquello que estaba aprisionado en mi cabeza, pero liberadas de corsés o ligaduras, dejando que pueblen las líneas a su libre albedrío y con la única obligación de dotar de algún sentido a lo escrito.
Esa tarea nos lleva en ocasiones a confundir los territorios y las palabras tratan de establecer su propio principio y su final, porque sabiéndose protagonistas indiscutibles reclaman el control absoluto del proceso y la capacidad de decisión sobre lo que es adecuado añadir o suprimir en cada renglón.
Intento apaciguarlas, consciente de que si tuviera que entablar una conversación con ellas siempre me voy a quedar corto de vocabulario y de que apenas dispongo de unos puntos y unas comas y de algunos signos de interrogación o exclamación para delimitar mi territorio. Eso nos ocupa algún tiempo, unas veces más y otras menos, pero sin saber muy bien cómo, siempre acabamos por entendernos.
Desde fuera puede parecer un ejercicio extenuante y atribuir a este debate la causa de mis ocasionales fatigas. Aunque no creo que sea esa la causa, porque las palabras y su adecuada distribución en el papel siguen siendo la mejor tabla de salvación en medio del océano, pese a los vacíos y los desfallecimientos.

jueves, 18 de febrero de 2010

El abismo

No se cuanto tiempo llevo asomado al borde del abismo. Ni siquiera puedo acordarme de si me situé yo en ese borde o me empujaron hasta allí. Quizás, tampoco podría asegurarlo, lleve media vida acomodado en el filo de la navaja.
El borde del abismo es tierra de nadie. Al frente está el vacío. Un paso adelante es el final. A la espalda, lo conocido. Un paso atrás es la rendición. Parece que no hay elección. Algunos dirán que siempre es mejor lo malo conocido y otros, que de perdidos “to the river”. Los más avispados, al menos en apariencia o convicción, dirán que no existe disyuntiva y que siempre quedarán los pasos laterales, a izquierda y a derecha. Los optimistas dirán que sólo hay que tomar impulso, ya saben aquello de dos pasos atrás para avanzar, y saltar hasta el otro lado. Y los soñadores dirán que de un paso adelante y el viento me acunará en sus brazos hasta dejarme sano y salvo en el suelo. Los perdedores, idealistas y pesimistas por naturaleza, asegurarán que hay que apretar los dientes y levantarse después de la caída.
El filo de la navaja es un territorio incierto, pero superpoblado. No venden billetes para viajar a él, pero se llega por los actos y las circunstancias. Individuales, colectivos, propios y ajenos. Se puede abandonar o permanecer allí otra media vida.
Hoy el borde del abismo y el filo de la navaja se desdibujan y comienzo a no reconocerlos. Ahora al otro lado veo a un tipo que me tiende la mano, pero no me enseña esa mano. Y en este lado, hay otro tipo que se empeña en empujarme al abismo. Puede que siempre sea así, que siempre haya sido así y que no me diera cuenta o no quisiera darme cuenta. Pero también se que hay otras manos que no empujan y se ven.
Siempre tendré la opción de vivir en el filo de la navaja; o de saltar al abismo, porque caeré sobre mis cuatro patas y de no ser así, sólo perdería una vida. Pero hay demasiada gente que no tiene opciones y otra, que se está quedando sin ellas. Y eso es peor o parece peor que el vacío, aunque cada uno habitemos nuestros particulares infiernos.