Mostrando entradas con la etiqueta camino. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta camino. Mostrar todas las entradas

miércoles, 13 de octubre de 2021

Andariegos

De la noche a la mañana, casi sin pensarlo y sin darte cuenta, te encuentras calzando unas zapatillas de deporte. Y también como el que no quiere la cosa recorres entre 4 y 6 kilómetros diarios. 
Pasos perdidos para algunos, mientras otros defenderán que son ganados. Da igual, uno tiene la percepción de que son pasos que no llevan a parte alguna. Un camino de ida y vuelta bajo tus pies. Las agujas del reloj marcando el tiempo empleado con apenas oscilación entre un día y otro. 
En el fondo, como nunca hubo hábito ni fe; como tampoco hubo comprensión, ni la hay, hacia aquellos que cubiertos de sudor galopan por el sendero y parecen más cercanos al infarto que a una rutina saludable, la cabeza se rebela. Y ahí comienza un diálogo interior, en ocasiones propio de besugos, sobre lo idóneo de esa práctica o sobre la convicción de que no sirve para nada o para muy poco, porque al final el destino juega con las cartas marcadas y en pocas ocasiones tendrás en la mano una escalera de color. 
Al correr ahora le llaman ‘running’ y a los corredores, ‘runners’. Imagino que al caminar lo denominarán ‘walking” y al caminante, ‘Johnnie Walker”. No sé, en el andariego cabe la contemplación, la reflexión y la pausa; ese sosiego, en cierta medida deslavazado, porque los pensamientos van por un sitio y los pasos por otro. Sin embargo, lo de correr siempre fue más propio de perseguidores y perseguidos o de cobardes. 
Supongo que no será gratuito aquello de que las prisas no son buenas. En cualquier caso, son síntoma de estos tiempos, en los que la inmediatez anula la sensatez y el rigor. Correr como caballos desbocados para no llegar más allá de los límites de un circuito. Un principio y un final con unos kilómetros entre medias. El camino a la nada.

lunes, 18 de enero de 2021

La cara B

Escucho un disco donde en la cara A se oye lo mismo que en la B, donde la letra pone el ritmo y la música, el mensaje.
Le preguntaron al músico y no supo o no quiso explicarlo. Tan solo dijo que son las gotas las que forman los mares y no al contrario.
Cogió la guitarra. Y le arrancó los acordes más bellos del mundo. Rasgaba las cuerdas con un suave aleteo y una legión de aves revoloteó sobre el pentagrama. Las miradas se volvieron hacia el cielo, pero no había ni un carro de fuego, ni la cera derretida de una utopía con forma de alas. Apenas se escucharon levemente los pasos de baile de un ángel caído y un coro indefinido de voces que al carecer la canción de estribillo improvisaba un duduá.
Hundió las manos en la arena para asir una caracola que nunca pertenecería a colección alguna. Y antes de que el agua inundara el espacio que ocupaba la caracola acercó el oído con la esperanza de escuchar el lamento de las sirenas. Sólo percibió el murmullo del mar.
Vislumbró sobre esa misma arena un álbum de deseos y en la distancia una botella que un día fue buzón. Y creyó, por un momento, sentir el eco de voces adolescentes rotas por las olas.
Recordó palabras olvidadas por su desuso y consignas que un día no tan lejano fueron banderas de sueños. Se hallaba a medio camino de un tiempo regalado y aquellos acordes marcaban el punto exacto, como la equis el tesoro en el mapa.
Escucho un disco de un músico cuyo nombre no aparecerá entre los primeros de una lista de éxito, en cuya guitarra se dibujan paralelos y meridianos y que no ofrecerá un bis.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Las líneas de la mano

Dicen que al doblar la esquina hay una sonrisa perdida de esas que te rompen el corazón. Que hay quien cree todavía que el amor se regala y no es objeto de venta. Y quien afirma que para viajar al cielo no es necesario pagar billete. 
Cuentan que algunos pierden sus propios pasos en el laberinto, presos de la inconsciencia de no aceptar que ya andaban perdidos tiempo atrás. 
Dicen y cuentan tantas cosas que se tiende a no discernir lo real de lo ficticio o lo ficticio de lo real. Así se alimentan creencias y leyendas. Y se abona el engaño en una partida de naipes marcados en la que sin embargo el trío siempre será más que la pareja o la doble pareja. En la que las cartas marcadas, el gesto impasible y el control de las pulsaciones forman parte de un artificio que no garantiza el triunfo. 
La dama de corazones solo gana al rey en las páginas de Alicia en el País de las Maravillas. Una jota está condenada a valer menos que nada y ni siquiera el as de trébol puede voltear el azar. 
Eso no impide que el territorio del crédulo se extienda y que donde se pierde la vista vea el principio cuando probablemente no sea más que el fin. 
La línea del horizonte no puede confundirse con las de la mano. Una es presente y las otras nunca dibujarán el futuro. Aunque es cierto que para atraparlas basta con cerrar los ojos y apretar el puño, a sabiendas de que al abrirlo no puedes dejarlas escapar. Ningunas son un camino de huida, ni siquiera de esperanza. Pero hay quien es capaz de practicar el funambulismo sobre ellas y no solo para mantenerse erguido sino para avanzar, consciente de que al final de la línea puede esperar un abismo.
Y vuelta a empezar. El abismo tiene forma de puerta que al franquearse te conduce al laberinto. Aquel en el que perdiste los pasos propios. 
Levantas la vista para buscar la línea del horizonte y solo logras ver las líneas de la mano. Otro camino para perderse. Otra esquina a doblar. Lo ficticio o lo real. Un futuro incierto.

viernes, 15 de agosto de 2014

Los malos poetas

Dicen que los malos poetas son incapaces de lograr una rima. Y puede que sus versos estén escritos con lágrimas, que hacen brotar palabras invisibles pero indelebles.  Ahogados por el pasado y el presente son incapaces de hallar la pausa que les permita afrontar el futuro.
Atrapados en esas líneas del tiempo giran su cabeza y vuelven la mirada atrás con un gesto infantil que no puede borrar el mañana. Ni siquiera desdibujarlo. A pesar de ello anhelan encontrar la senda por la que avanzaron tantos otros en distintos destinos y latitudes para alcanzar el poema.
La bajada a los infiernos. El paraíso perdido. Cualquier ruta es válida. Se acepta cualquier camino como un laberinto de sueños si al final esconde la llave que gira en la cerradura. Y se obvia que tras la puerta pueden esperar cielos y abismos e incluso la nada.
Casi febriles agitan la pluma esperando que broten las palabras; y éstas, agazapadas, se emboscan en algún recodo inexpugnable para no acabar encorsetadas en una estrofa. A medio camino de ese triángulo formado por la cabeza, el estómago y el corazón.
Falta el oxígeno. Hierve la sangre. Y una expresión de súplica se apodera del rostro, reclamando la presencia de la inspiración. Aquella misma que algunos grandes afirmaban que si se presenta debe encontrarte laborando.
Ante la ausencia de la musa, la súplica se convierte en mueca. Para algunos de dolor y para otros, los supervivientes, en una mezcla de ironía y hastío. Y sin embargo, unos y otros continúan aferrándose a la pluma, buscando en su interior o mirando a través del cristal para hallar las palabras precisas y enhebrarlas; sin comprender que para ello es necesario extraer primero la aguja, clavada donde más dolió y conservando su condición punzante. Como una fina pluma.
Es tarde cuando descubren que tras la puerta esperaba el abismo. Aquel del que solo los acróbatas son capaces de escapar, aunque sea encajando el pie en un verso.

martes, 15 de enero de 2013

Entrever

El baúl está lleno de palabras. Basta con introducir la mano en él para obtener alguna. El resultado dependerá del azar o de una búsqueda premeditada, pero siempre aparecerá una palabra enredada entre los dedos, dispuesta para ser pronunciada o escrita.
Hay tantas palabras que en ocasiones uno puede despistarse durante la búsqueda y emplear más tiempo del previsto, al dejarse ir por un camino sugerido por las palabras dormidas en el baúl; una senda cuyo fin es difícil de imaginar pero que está marcada por el despertar de algunas de esas palabras.
Como entrever. La encontré en el baúl mientras buscaba otra palabra y la dejé en un lado de la mesa para usarla en otro momento. Me había olvidado de ella, hasta que la entreví ayer agazapada tras el ordenador y unos libros de Juan Ramón Jiménez que me habían regalado unos días antes.
No me reprochó mi olvido, ni siquiera alteró el orden de sus letras para confundirme. Es más, me permitió que la llevara a mi cabeza y desde ahí trasladarla a este escrito.
Entrever es casi no ver. Mirar a media luz con los ojos semiabiertos a través del visillo de párpados y pestañas. E inventariar sobre lo que no se alcanza a contemplar, con la consciencia de errar.  
Al entrever, quizás percibimos lo que anhelamos ver, moldeamos lo expuesto ante nuestros ojos para ajustarlo a ese deseo o simplemente reclamamos a la mente la nitidez que nos niega la mirada, un camino sin retorno de los sueños a la realidad.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El camino de las palabras

A veces después de haber satisfecho la necesidad de escribir me siento vacío. Como si el acto de escribir me hubiera exigido un desgaste físico y mental desmesurado o como si de repente algo hubiera muerto en mi interior y ya no hubiese nada que mereciera el esfuerzo y la voluntad de sentarse ante el papel en blanco.
Ese vacío parece tener la suficiente dimensión como para disuadirme de comenzar de nuevo. Adopta la forma del punto y final y contribuye, mientras perduran sus efectos, a crear la convicción de que el baúl de las palabras es un trasto inútil, en el que nunca más tendré que rebuscar verbos, nombres, artículos o frases a los que asirme.
Esa ilusión acaba por desvanecerse y el punto y final se convierte en un punto y seguido. De modo que antes o después me hallo de nuevo en el lugar de partida, trasladando al papel una parte de lo que bulle en mi cabeza y dejando que adquiera en él vida propia.
Saco las palabras del baúl para que tracen en ese papel su propio camino, tomando como inicio y destino aquello que estaba aprisionado en mi cabeza, pero liberadas de corsés o ligaduras, dejando que pueblen las líneas a su libre albedrío y con la única obligación de dotar de algún sentido a lo escrito.
Esa tarea nos lleva en ocasiones a confundir los territorios y las palabras tratan de establecer su propio principio y su final, porque sabiéndose protagonistas indiscutibles reclaman el control absoluto del proceso y la capacidad de decisión sobre lo que es adecuado añadir o suprimir en cada renglón.
Intento apaciguarlas, consciente de que si tuviera que entablar una conversación con ellas siempre me voy a quedar corto de vocabulario y de que apenas dispongo de unos puntos y unas comas y de algunos signos de interrogación o exclamación para delimitar mi territorio. Eso nos ocupa algún tiempo, unas veces más y otras menos, pero sin saber muy bien cómo, siempre acabamos por entendernos.
Desde fuera puede parecer un ejercicio extenuante y atribuir a este debate la causa de mis ocasionales fatigas. Aunque no creo que sea esa la causa, porque las palabras y su adecuada distribución en el papel siguen siendo la mejor tabla de salvación en medio del océano, pese a los vacíos y los desfallecimientos.

martes, 6 de abril de 2010

La primera vez

Las cosas surgen cuando menos las esperas. En ocasiones, cuando ni siquiera las buscas. Ignoro si vienen porque han de venir o sencillamente porque en ese momento surge algo y como la semilla, florece. Como dice mi duende del agua, como “una margarita podía florecer entre las grietas grises juntas del embaldosado de las aceras”.
Como un juego, tú para animarme en un momento bajo y yo por un impulso, nos pusimos manos a la obra casi sin proponérnoslo. A cuatro manos y dos cabezas parimos un relato.
Admito sin pudor que ha sido mi primera vez. Nunca antes, al menos no lo recuerdo y seguro que estas cosas no se olvidan, escribí un relato con dos pares de manos y un par de cocorotas. E intuyo, porque no lo hemos hablado, que también ha sido tu primera vez.
Y esta primera vez no está rodeada de mito alguno, de éxito o de frustración. Alentamos las caricias del papel y los besos de tinta, y lejos de ser precavidos, sin renunciar al placer, concebimos nuestra criatura.
Casi sin querer, como sin darnos cuenta, hemos construido una vía de palabras. De Norte a Sur y de Sur a Norte. Partimos del kilómetro cero sin metas, con la maleta cargada de vivencias e imaginación y con la pantalla en blanco del ordenador. Y a partir de ahí, paso a paso, construimos esa vía que bien ha podido ser de varias calzadas o hasta una autopista, pero que tan sólo es una senda con un principio y un final; un camino de ida y vuelta para recorrer con pausa.