El
baúl está lleno de palabras. Basta con introducir la mano en él para obtener
alguna. El resultado dependerá del azar o de una búsqueda premeditada, pero
siempre aparecerá una palabra enredada entre los dedos, dispuesta para ser
pronunciada o escrita.
Hay
tantas palabras que en ocasiones uno puede despistarse durante la búsqueda y
emplear más tiempo del previsto, al dejarse ir por un camino sugerido por las
palabras dormidas en el baúl; una senda cuyo fin es difícil de imaginar pero
que está marcada por el despertar de algunas de esas palabras.
Como
entrever. La encontré en el baúl mientras buscaba otra palabra y la dejé en un
lado de la mesa para usarla en otro momento. Me había olvidado de ella, hasta
que la entreví ayer agazapada tras el ordenador y unos libros de Juan Ramón
Jiménez que me habían regalado unos días antes.
No
me reprochó mi olvido, ni siquiera alteró el orden de sus letras para
confundirme. Es más, me permitió que la llevara a mi cabeza y desde ahí
trasladarla a este escrito.
Entrever
es casi no ver. Mirar a media luz con los ojos semiabiertos a través del
visillo de párpados y pestañas. E inventariar sobre lo que no se alcanza a
contemplar, con la consciencia de errar.
Al
entrever, quizás percibimos lo que anhelamos ver, moldeamos lo expuesto ante
nuestros ojos para ajustarlo a ese deseo o simplemente reclamamos a la mente la
nitidez que nos niega la mirada, un camino sin retorno de los sueños a la
realidad.
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