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miércoles, 13 de enero de 2016

La palabra exacta

Escribe Luis María Anson sobre el poeta Santiago Castelo en El Cultural (8-14 de enero de 2016) y recuerda versos de su último libro “La sentencia”; entre ellos esta confesión: “Siempre anduve a la búsqueda de la palabra exacta”. 
Esa búsqueda llegó hasta el final de sus días, como demuestra este poemario que escribió en las últimas semanas de su vida tras informarle el médico de que en esta ocasión el cáncer había vencido y como el poeta subraya “vivir muere en nosotros tan deprisa que la luz de un segundo se convierte en una eternidad soñada y no vivida”. 
Me quedo entre otras cosas con esa 'búsqueda de la palabra exacta'. El anhelo de cualquiera que escribe. Aquella palabra precisa para la que Silvio Rodríguez reclamaba, en otro contexto, su fin. 
Uno piensa en aquellas ocasiones en que no eligió bien las palabras, ni para escribir ni para hablar. O en aquellas otras en que impuso el silencio. Porque el silencio siempre es una imposición y una negación de la palabra adecuada. 
Y también piensa en el proceso de búsqueda. En esa liturgia de abrir el baúl, observar las palabras en su interior y atrapar aquellas que sean inapelablemente exactas. 
Puede entenderse esa búsqueda como reflejo de perfeccionismo y otorgar al buscador de palabras exactas la condición de perfeccionista y desde ésta, la de insatisfecho. No digo que no, pero también creo posible contemplar esa búsqueda como constatación de lo contrario, la imperfección del que busca, que también conduce a la insatisfacción y dibuja una existencia donde habita la duda. Y es esa ausencia de la certidumbre la que nos empuja a la búsqueda, que aunque puede provocar insatisfacción, no es menos cierto que también satisfará al buscador en cada ocasión en que logré encontrar la palabra precisa. 
Todo ello, sujeto a la arbitrariedad de quien escribe o habla y de quien lee o escucha. Y aún así es innegable el reto que supone tal empresa.
No es extraño pues que en estos “poemas de la consumación” (dixit Anson), Santiago Castelo revele ese camino de búsqueda, una aventura que dura toda una vida.

viernes, 11 de diciembre de 2015

El futbolín

Aprietas con fuerza el caucho de la empuñadura y golpeas la bola, pasándola de los medios a la delantera con suavidad y rapidez para colocarla donde el porteo no pueda alcanzarla. Quizás no tengas la precisión de antaño, pero no has perdido el toque como con el taco del billar.
Ahora que los adornos navideños abandonan las cajas para inundar la casa no puedes evitar pensar que algún día desaparecerán en esas mismas cajas o en algún lugar similar. Olvidadas en un armario, perdidas en un rincón, porque ellos habrán crecido y se habrán marchado y no merecerá la pena vestir la casa en Navidad. 
Es el dibujo de un futuro que vendrá como un soplo. En un instante. A pesar de que ahora parezca lejano y de que el presente te devuelve la mirada al pasado.
Entre sus gritos y el sonido de la bola al chocar con los laterales de madera recuerdas cuando tenías unos pocos años más que ellos. Cuando el futbolín era uno de los territorios de la adolescencia.
En la ciudad que habito los jugadores eran de hierro, con las piernas abiertas; y en Madrid eran de madera, sin piernas. En la primera ir a las salas de recreativos se le llamaba 'ir a los vicios', mientras que en Madrid era 'ir a los billares'. 
No valía el hueco, jugábamos al pierde-paga por parejas y el que ganaba seguía jugando. Yo era el rey de la 'cuchara'. Cuando la pareja era una chica, éramos más 'chulos que un ocho'. Y sí, a ellas también les brillaban los ojos. 
Estábamos en nuestro hábitat. Nos 'saltábamos' alguna clase, bebíamos las litronas de cerveza a morro y las drogas comenzaban a sernos familiares. Sonaban Leño y Asfalto, alternábamos a Serrat con Silvio Rodríguez y soñábamos con Moustaki, pero también descubrimos a The Specials y a Madness y editaron el “London calling”, de The Clash. Luego vino La movida y seguimos jugando al billar y al futbolín. De los billares pasamos a bares, tabernas y garitos. Del barrio de La Estrella y de Retiro a Malasaña. Y seguían brillándonos los ojos. 
La bola no dejaba de rodar sobre aquellos rectángulos que formaban parte del paisaje de nuestras vidas. Era raro no encontrarse con uno u otro y era inevitable sacar una moneda, introducirla en la ranura y atrapar las bolas rayadas y lisas en el rectángulo o lanzar la bola al medio para comenzar la partida. Sin prisa. Disponíamos de todo el tiempo del mundo y unas vidas por delante. 
Escribo mientras escucho en youtube el último concierto de los 091 y en el reproductor el Básico de Antonio Vega y el disco rojo de Radio Futura. Ellos también estuvieron allí. Nos acompañaban en aquellas tardes y aquellas noches. En el Penta, en la Vía y en tantos otros. Sin saber que su música es lo único cierto que permanece de aquel entonces. 
Algunos cambiaron el brillo de los ojos por fragmentos de cristal. Otros descubrimos que, como cantaba La Mode, el tiempo se perdió sin que nadie lo gastara. En la búsqueda recorrimos un camino sin marcha atrás y ya no sabemos qué queda por delante. Porque ahora menos que nunca importa dónde llegar y para qué. 
Sí, ya sé que hoy hay una nueva generación dispuesta a cambiar el mundo. No sé que es lo que leen o que música oyen. Sé que tomaron las plazas y ahora pretenden asaltar el poder. Y temo que como otros antes, demasiados se quedarán en el camino. Los que valen la pena.
Espero que al menos hayan hecho rodar las bolas del billar y del futbolín.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Las islas imaginarias

Todavía hay quien sale a buscar islas imaginarias. Un viejo anhelo de los desencantados con la realidad. Aquellos que sueñan con pisar tierra firme para mitigar el escepticismo al que conducen las preguntas sin respuesta.
La media cáscara de nuez, con un palillo a modo de mástil y un trozo de papel como vela que invita al viento a impulsarla, ha abandonado las manos infantiles para convertirse en un sólido barco que desde el embarcadero de la imaginación parte a navegar por océanos y mares. 
Hoy más que nunca queremos ser como Corto Maltés, incluso ser él, para guiar el timón con mano firme, adivinar la dirección del viento por el dibujo de las olas y alcanzar una de esas islas. 
Es una búsqueda desesperada. El intento de hallar un refugio temporal para resistir el día a día y soportar sin doblegarse cada amanecer. 
Porque al caer la noche, con los pies hundidos en la arena y el sabor de la sal mezclándose en la boca con algún licor, apuraremos la botella que lo contiene y la estrellaremos contra las rocas para evitar la tentación de que aprese las palabras y las lleve al continente real más cercano. 
Consumiremos días y noches en esa búsqueda. Y sí, pisaremos islas de oscuras selvas donde no se halla lo perdido; islas de tierra de fuego que te abrasan las entrañas sin tocar la piel e islas de hielo que necesitan mucho ron para derretirse. 
Cada isla es y será un espejismo. Y aún así nos hace debatirnos entre la duda de construir puentes o quemar el barco. Y esa incertidumbre es la que guía la búsqueda y la dota de una razón de ser.

miércoles, 22 de abril de 2015

Los huesos de Cervantes

Anuncia el escritor Juan Goytisolo crítico discurso cuando recoja el Premio Cervantes con el que ha sido galardonado. Lo dedicará entre otros asuntos a las excavaciones e investigaciones realizadas durante los últimos meses en Madrid para hallar la tumba del autor de El Quijote.
Blandirá las palabras para reclamar que "dejen en paz" los cervantinos huesos; una búsqueda que denuncia "solo sirve para enriquecer la burocracia oficial". Y a esas palabras unirá entre otras las del poema de Luis Cernuda, "Vientres sentados", en cuyos versos se alerta sobre aquellos que "tienen en su puño la verdad bien apresada para que no escape" y emiten "como el antiguo oráculo henchidas necedades dictámenes que se escurren entre las rendijas como las ratas".
No es la de Goytisolo la única voz discordante con esta búsqueda de los restos de Cervantes. El académico y reconocido cervantino, Francisco Rico, la ha calificado de "tontería" y de ejemplo de "la cultura de la chequera".
Y eso sin olvidar que el presunto hallazgo de los restos del autor de El Quijote en el Convento de las Trinitarias del madrileño Barrio de las Letras carece, al menos para los legos, del rigor científico exigible. El responsable de esta búsqueda, el forense Francisco Etxebarria, ha manifestado que "es posible considerar que entre los fragmentos se encuentran algunos pertenecientes a Cervantes sin discrepancias". Pero no existe certeza porque no se han podido practicar las pruebas de ADN.
Los restos de Cervantes, los que deben despertar interés, se hallan en lugares tan conocidos y accesibles como librerías y bibliotecas. Los huesos son las letras que componen el esqueleto de las palabras; la sangre, la tinta que da vida a esas letras y la piel, los pergaminos y páginas que las alojan.
Para lograr el éxito no hay búsqueda alguna con mayor garantía que husmear en los volúmenes de "El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de La Mancha" o "La Galatea". Mejor escarbar en las estanterías que en el subsuelo.

martes, 15 de enero de 2013

Entrever

El baúl está lleno de palabras. Basta con introducir la mano en él para obtener alguna. El resultado dependerá del azar o de una búsqueda premeditada, pero siempre aparecerá una palabra enredada entre los dedos, dispuesta para ser pronunciada o escrita.
Hay tantas palabras que en ocasiones uno puede despistarse durante la búsqueda y emplear más tiempo del previsto, al dejarse ir por un camino sugerido por las palabras dormidas en el baúl; una senda cuyo fin es difícil de imaginar pero que está marcada por el despertar de algunas de esas palabras.
Como entrever. La encontré en el baúl mientras buscaba otra palabra y la dejé en un lado de la mesa para usarla en otro momento. Me había olvidado de ella, hasta que la entreví ayer agazapada tras el ordenador y unos libros de Juan Ramón Jiménez que me habían regalado unos días antes.
No me reprochó mi olvido, ni siquiera alteró el orden de sus letras para confundirme. Es más, me permitió que la llevara a mi cabeza y desde ahí trasladarla a este escrito.
Entrever es casi no ver. Mirar a media luz con los ojos semiabiertos a través del visillo de párpados y pestañas. E inventariar sobre lo que no se alcanza a contemplar, con la consciencia de errar.  
Al entrever, quizás percibimos lo que anhelamos ver, moldeamos lo expuesto ante nuestros ojos para ajustarlo a ese deseo o simplemente reclamamos a la mente la nitidez que nos niega la mirada, un camino sin retorno de los sueños a la realidad.