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viernes, 11 de diciembre de 2015

El futbolín

Aprietas con fuerza el caucho de la empuñadura y golpeas la bola, pasándola de los medios a la delantera con suavidad y rapidez para colocarla donde el porteo no pueda alcanzarla. Quizás no tengas la precisión de antaño, pero no has perdido el toque como con el taco del billar.
Ahora que los adornos navideños abandonan las cajas para inundar la casa no puedes evitar pensar que algún día desaparecerán en esas mismas cajas o en algún lugar similar. Olvidadas en un armario, perdidas en un rincón, porque ellos habrán crecido y se habrán marchado y no merecerá la pena vestir la casa en Navidad. 
Es el dibujo de un futuro que vendrá como un soplo. En un instante. A pesar de que ahora parezca lejano y de que el presente te devuelve la mirada al pasado.
Entre sus gritos y el sonido de la bola al chocar con los laterales de madera recuerdas cuando tenías unos pocos años más que ellos. Cuando el futbolín era uno de los territorios de la adolescencia.
En la ciudad que habito los jugadores eran de hierro, con las piernas abiertas; y en Madrid eran de madera, sin piernas. En la primera ir a las salas de recreativos se le llamaba 'ir a los vicios', mientras que en Madrid era 'ir a los billares'. 
No valía el hueco, jugábamos al pierde-paga por parejas y el que ganaba seguía jugando. Yo era el rey de la 'cuchara'. Cuando la pareja era una chica, éramos más 'chulos que un ocho'. Y sí, a ellas también les brillaban los ojos. 
Estábamos en nuestro hábitat. Nos 'saltábamos' alguna clase, bebíamos las litronas de cerveza a morro y las drogas comenzaban a sernos familiares. Sonaban Leño y Asfalto, alternábamos a Serrat con Silvio Rodríguez y soñábamos con Moustaki, pero también descubrimos a The Specials y a Madness y editaron el “London calling”, de The Clash. Luego vino La movida y seguimos jugando al billar y al futbolín. De los billares pasamos a bares, tabernas y garitos. Del barrio de La Estrella y de Retiro a Malasaña. Y seguían brillándonos los ojos. 
La bola no dejaba de rodar sobre aquellos rectángulos que formaban parte del paisaje de nuestras vidas. Era raro no encontrarse con uno u otro y era inevitable sacar una moneda, introducirla en la ranura y atrapar las bolas rayadas y lisas en el rectángulo o lanzar la bola al medio para comenzar la partida. Sin prisa. Disponíamos de todo el tiempo del mundo y unas vidas por delante. 
Escribo mientras escucho en youtube el último concierto de los 091 y en el reproductor el Básico de Antonio Vega y el disco rojo de Radio Futura. Ellos también estuvieron allí. Nos acompañaban en aquellas tardes y aquellas noches. En el Penta, en la Vía y en tantos otros. Sin saber que su música es lo único cierto que permanece de aquel entonces. 
Algunos cambiaron el brillo de los ojos por fragmentos de cristal. Otros descubrimos que, como cantaba La Mode, el tiempo se perdió sin que nadie lo gastara. En la búsqueda recorrimos un camino sin marcha atrás y ya no sabemos qué queda por delante. Porque ahora menos que nunca importa dónde llegar y para qué. 
Sí, ya sé que hoy hay una nueva generación dispuesta a cambiar el mundo. No sé que es lo que leen o que música oyen. Sé que tomaron las plazas y ahora pretenden asaltar el poder. Y temo que como otros antes, demasiados se quedarán en el camino. Los que valen la pena.
Espero que al menos hayan hecho rodar las bolas del billar y del futbolín.

domingo, 29 de diciembre de 2013

G.C. que estás en los cielos

La muerte de Germán Coppini nos ha cogido a la mayoría con el pie cambiado. Como cualquier noticia inesperada. Pensaba que era de la quinta de Santiago Auserón y ahora descubro que era apenas 4 años mayor que yo.
Eran tiempos de sexo, drogas y rock and pop. Una época donde primaban las ganas de divertirse, donde se abrió un espacio a la transgresión y donde confluyeron gentes de diferentes talentos y una apreciable capacidad creativa en disciplinas varias, aunque era la música y las bandas las que actuaban como canalizadores.
Se etiquetó cuando ya comenzaba a mutar con la denominación de La movida y el paso del tiempo y los desmesurados manoseos la han desvirtuado hasta convertirla hoy incluso en la excusa para crear una especie de tour nocturna por los lugares que acogían conciertos y exposiciones y eran frecuentados por los protagonistas directos e indirectos; entonces lugares casi malditos y hoy medio conventos.
Claro que había templos. Rock Ola, como catedral, y luego iglesias y capillas como Caminos, el Teatro Martín, El Salero, El Garaje Hermético, La Vía Láctea, El Pentagrama, El Kwai o La Bovia. Y otros que vinieron más tarde para disfrute de los feligreses.
El centro era Madrid, pero acogió a bandas de distintas procedencias, Los Ilegales, de Gijón; Loquillo y los Trogloditas, de Barna; Derribos Arias, de Euskadi. Y desde Galicia llegó Coppini con Siniestro Total, el punk gamberro que tanto nos hizo menear el bullarengue.
Lo que vino después es conocido, Coppini abandonó Siniestro para formar Golpes Bajos; del punk gamberro pasó a un pop elegante con letras menos frescas pero más profundas. Por eso recibió el bautismo de la traición.
Demasiado epíteto para un tipo que simplemente quiso probar otras veredas en la música y que si existiera derecho para recriminarle, por cuestión de gustos, se le podrían pedir cuentas por aquel disco infumable que editó con Nacho Cano. Poco más.
Nunca entendí la animadversión a Coppini. Aun gustándome más en aquella época Siniestro Total, reconozco que Golpes Bajos era un grupo magnífico y que ambos son parte de un legado que nos deleitó, y lo sigue haciendo, a muchos.
No creo que se pueda, ni deba hablarse de traición; pero si existe alguien merecedor de ese calificativo, hay otros con más papeletas, como, con permiso de Fernando Márquez “El Zurdo”, la ‘Petarda del bótox’. E incluso en este caso me parecería excesivo para alguien que a fin de cuentas ha suplido la falta de talento con la largueza de morro.
Éramos jóvenes y teníamos ganas de diversión. Unos eran los actores principales y el resto los secundarios; pero sin unos y otros aquello no hubiera sido posible. Hoy muchos de aquellos sitios ya no existen y los que perviven, no tienen mucho que ver con lo que fueron. Tampoco nosotros.
Cuando voy al Foro frecuento alguno de ellos. Como si quisiera o pudiera atraparlos 30 años más tarde. Quizás intentando revivir lo que ya no existe más allá de unos discos, unas viejas grabaciones y fotografías y los recodos de la memoria.
De vez en cuando ocurre algo que nos devuelve por un instante a aquellos años. Como ahora la muerte de Coppini o en su día la de Enrique Sierra. Y nos hace pensar que eso del cielo siempre quedó lejos para adoradores de la noche con chupa de cuero, pero que no habrá cielo real o ficticio igual a aquel. Y que no es momento para morir, pero puedes morir en cualquier momento.

jueves, 14 de mayo de 2009

Los viejos vinilos

La muerte de Antonio Vega me pilló oyendo viejos discos de vinilo. Es curioso, pero yo que no creo en casi nada, recuerdo que la muerte de un icono de La movida, Carlitos Berlanga, me cogió también desempolvando los viejos vinilos.
Se me había olvidado lo bien que sonaban y apenas recordaba el tacto de sus fundas y de los propios discos. Por olvidar, incluso había olvidado que tenía alguno de ellos, por lo que su redescubrimiento ha sido motivo de sorpresa y de cierta celebración. Hasta el salto de la aguja en el surco del vinilo y el temor a un rayajo desvirtuado por una mota de polvo, tan molestos en su día, hoy me parecen singulares y casi dignos de elogio.
Yo viví una pequeña parte de aquellos madrileños años ochenta. Era demasiado joven para entender lo que estaba pasando en esos momentos y mucho más para entender lo que después otros han inventado sobre aquella época y tratan de hacernos creer, incluso a los propios protagonistas.
Supongo que en cierta medida llovía sobre mojado: fin de la dictadura, ciertos aires de libertad y permisividad, influencia externa de movimientos culturales y musicales y unas ganas tremendas de pasarlo bien. Para mí, como para tantos otros, se trataba de eso, de pasarlo lo mejor posible. Conciertos, exposiciones, chicas, cómics, cineclubs, música y… El Salero, el Teatro Martín, El Pentagrama, Rock Ola, El Garaje Hermético, La Sala Morasol, La Bovia, El Kwai, La Vía Láctea, El Sol, El Avión y como no, los conciertos en Caminos. Luego vinieron más, La Fábrica de Pan, el Cruela, Y’astá, Ágapo… Seguro que tengo algún olvido imperdonable, pero son de los que me acuerdo en este momento y tampoco pretendo hacer una lista exhaustiva. Madrid era la capital del mundo, el centro del universo.
Salías por ahí, a tomar algo y a oír a algún grupo en directo o alguna maqueta y nunca sabías donde ibas a acabar. La música era el epicentro, el eje sobre el que parecía pivotar todo. Así que empezaron a salir grupos hasta debajo de las piedras. Muchos de aquellos músicos ni siquiera sabían tocar un instrumento. Pero era divertido, se mezclaban el punk, el pop y el rock. Muchos quedaron en el camino, otros desperdiciaron su talento y algunos perviven aún hoy, como Loquillo o Jaime Urrutia, dos muestras de carreras incombustibles y de coherencia.
En paralelo a este mundo había otro submundo, sobre el que siempre se ha pasado de puntillas, pero que se llevó a demasiados por delante (el último, Antonio Vega) y en el que siguen habitando muchos aún en activo. Empezó como un juego más y acabó siendo un infierno. No sé si eran los suburbios del alma o de la mente, pero viejos lemas como ‘sexo, drogas y rock’ o ‘vivir a tope y deprisa’ sirvieron de coartada perfecta para una forma de vida a la que difícilmente se podía escapar. Probablemente porque nadie quería bajar de aquel tiovivo. Se experimentaba con todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Sólo había que cogerlo y dejarse llevar; y en ese tránsito demasiados no volvieron (de los primeros parece que hoy olvidado para muchos Eduardo Benavente, ex Pegamoide y ex Parálisis Permanente). A otros como a Poch se los llevó la enfermedad.
Como todo tiene un final, aquello también terminó, pero dejó una herencia larga e impagable: Berlanga, Poch, Nacho Canut, Ceesepe, García-Alix, Almodóvar, Ouka Lele, Bernardo Bonezzi, Enrique Sierra y los hermanos Auserón, Fernando Márquez “El Zurdo” y Juan Luis Lozano, Chirinos y Ambite, Bartrina, Servando Carballar, Ariel Rot, Julián Infante, Eduardo Haro Ibars, Ordovás, Carlos Tena, Abitbol… y tantos otros.
Todos ellos merecedores de que se les presenten respetos en vida y así evitar el bochorno de contemplar colas en las calles (como cuando murió el dictador) para presentar respetos y despedir a alguien a quien ni siquiera se conoce. Con lo fácil que hubiera sido ir a un concierto o comprar y escuchar un disco.