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jueves, 14 de mayo de 2009

Los viejos vinilos

La muerte de Antonio Vega me pilló oyendo viejos discos de vinilo. Es curioso, pero yo que no creo en casi nada, recuerdo que la muerte de un icono de La movida, Carlitos Berlanga, me cogió también desempolvando los viejos vinilos.
Se me había olvidado lo bien que sonaban y apenas recordaba el tacto de sus fundas y de los propios discos. Por olvidar, incluso había olvidado que tenía alguno de ellos, por lo que su redescubrimiento ha sido motivo de sorpresa y de cierta celebración. Hasta el salto de la aguja en el surco del vinilo y el temor a un rayajo desvirtuado por una mota de polvo, tan molestos en su día, hoy me parecen singulares y casi dignos de elogio.
Yo viví una pequeña parte de aquellos madrileños años ochenta. Era demasiado joven para entender lo que estaba pasando en esos momentos y mucho más para entender lo que después otros han inventado sobre aquella época y tratan de hacernos creer, incluso a los propios protagonistas.
Supongo que en cierta medida llovía sobre mojado: fin de la dictadura, ciertos aires de libertad y permisividad, influencia externa de movimientos culturales y musicales y unas ganas tremendas de pasarlo bien. Para mí, como para tantos otros, se trataba de eso, de pasarlo lo mejor posible. Conciertos, exposiciones, chicas, cómics, cineclubs, música y… El Salero, el Teatro Martín, El Pentagrama, Rock Ola, El Garaje Hermético, La Sala Morasol, La Bovia, El Kwai, La Vía Láctea, El Sol, El Avión y como no, los conciertos en Caminos. Luego vinieron más, La Fábrica de Pan, el Cruela, Y’astá, Ágapo… Seguro que tengo algún olvido imperdonable, pero son de los que me acuerdo en este momento y tampoco pretendo hacer una lista exhaustiva. Madrid era la capital del mundo, el centro del universo.
Salías por ahí, a tomar algo y a oír a algún grupo en directo o alguna maqueta y nunca sabías donde ibas a acabar. La música era el epicentro, el eje sobre el que parecía pivotar todo. Así que empezaron a salir grupos hasta debajo de las piedras. Muchos de aquellos músicos ni siquiera sabían tocar un instrumento. Pero era divertido, se mezclaban el punk, el pop y el rock. Muchos quedaron en el camino, otros desperdiciaron su talento y algunos perviven aún hoy, como Loquillo o Jaime Urrutia, dos muestras de carreras incombustibles y de coherencia.
En paralelo a este mundo había otro submundo, sobre el que siempre se ha pasado de puntillas, pero que se llevó a demasiados por delante (el último, Antonio Vega) y en el que siguen habitando muchos aún en activo. Empezó como un juego más y acabó siendo un infierno. No sé si eran los suburbios del alma o de la mente, pero viejos lemas como ‘sexo, drogas y rock’ o ‘vivir a tope y deprisa’ sirvieron de coartada perfecta para una forma de vida a la que difícilmente se podía escapar. Probablemente porque nadie quería bajar de aquel tiovivo. Se experimentaba con todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Sólo había que cogerlo y dejarse llevar; y en ese tránsito demasiados no volvieron (de los primeros parece que hoy olvidado para muchos Eduardo Benavente, ex Pegamoide y ex Parálisis Permanente). A otros como a Poch se los llevó la enfermedad.
Como todo tiene un final, aquello también terminó, pero dejó una herencia larga e impagable: Berlanga, Poch, Nacho Canut, Ceesepe, García-Alix, Almodóvar, Ouka Lele, Bernardo Bonezzi, Enrique Sierra y los hermanos Auserón, Fernando Márquez “El Zurdo” y Juan Luis Lozano, Chirinos y Ambite, Bartrina, Servando Carballar, Ariel Rot, Julián Infante, Eduardo Haro Ibars, Ordovás, Carlos Tena, Abitbol… y tantos otros.
Todos ellos merecedores de que se les presenten respetos en vida y así evitar el bochorno de contemplar colas en las calles (como cuando murió el dictador) para presentar respetos y despedir a alguien a quien ni siquiera se conoce. Con lo fácil que hubiera sido ir a un concierto o comprar y escuchar un disco.