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domingo, 11 de marzo de 2012

Moebius


La muerte espera a la vuelta de la esquina. Casi siempre embozada para asestar el golpe certero. Así que conviene no perder demasiado tiempo en darle vueltas a lo inevitable del final y simplemente lamentar la marcha de aquellos que por su talento, por la admiración que alimentan o por sus creaciones quisiéramos que no se fueran o ante lo inevitable de ello, que demoraran su marcha.
Una de esas marchas que hubiera sido deseable se dilatara es la de Jean Giraud, más conocido como Moebius. Cuando se ha conocido la noticia de su muerte aún estaba fresca la tinta de una supuesta lista de los mejores cómics de la historia, en la que figuraban, a juicio de alguno de los encuestados, dos de sus obras: El garaje hermético y Los ojos del gato.
Moebius aunque muchos lo desconocían era el creador de aquel teniente que muchos descubrimos en las páginas de los tebeos y que respondía al nombre de Blueberry, y cofundador de la revista Metal Hurlant. Además fue el autor de una de las obras de cómic más hermosas que yo recuerdo, desde un punto de vista estético, como es La Venecia Celeste. Quizás, salvo la de Hugo Pratt, recorrida por El Corto Maltés, no hay Venecia como la Celeste en el mundo del cómic; aunque una esté más cerca de la Vía Láctea y la otra casi se sumerja en los canales.
Y también era el 50 por ciento de una sociedad que reunía talento a partes iguales: el suyo, en la parte gráfica, y el de Alejandro Jodorowsky en el guión; que junto a la ya citada Los ojos del gato, crearon la maravillosa fábula del Incal, protagonizada por John Difool. Publicada primero en 6 libros individuales (El Incal Negro, El Incal Luz, Lo que está arriba, Lo que está abajo, La Quinta Esencia I y La Quinta Esencia II) y finalmente en un solo volumen, El Incal.
No sabría con cuál quedarme de ellas, porque aunque reconozco mi simpatía hacia Difool y su pajarraco y la fascinación que me produjo El Incal, siempre tuve debilidad por La Venecia Celeste.
En cualquier caso y pese a que los cómics y el mundo que los rodea aún se contemplan con prejuicios, no se me ocurre mejor homenaje a Giraud que sentir entre los dedos las páginas de algunos de sus libros y disfrutar con las imágenes de ese universo onírico, que en ocasiones es más real de lo que queremos admitir; porque ese reconocimiento implica a la vez aceptar el talento de unos creadores que para muchos ha sido siempre más cómodo ignorar o menospreciar.

jueves, 14 de mayo de 2009

Los viejos vinilos

La muerte de Antonio Vega me pilló oyendo viejos discos de vinilo. Es curioso, pero yo que no creo en casi nada, recuerdo que la muerte de un icono de La movida, Carlitos Berlanga, me cogió también desempolvando los viejos vinilos.
Se me había olvidado lo bien que sonaban y apenas recordaba el tacto de sus fundas y de los propios discos. Por olvidar, incluso había olvidado que tenía alguno de ellos, por lo que su redescubrimiento ha sido motivo de sorpresa y de cierta celebración. Hasta el salto de la aguja en el surco del vinilo y el temor a un rayajo desvirtuado por una mota de polvo, tan molestos en su día, hoy me parecen singulares y casi dignos de elogio.
Yo viví una pequeña parte de aquellos madrileños años ochenta. Era demasiado joven para entender lo que estaba pasando en esos momentos y mucho más para entender lo que después otros han inventado sobre aquella época y tratan de hacernos creer, incluso a los propios protagonistas.
Supongo que en cierta medida llovía sobre mojado: fin de la dictadura, ciertos aires de libertad y permisividad, influencia externa de movimientos culturales y musicales y unas ganas tremendas de pasarlo bien. Para mí, como para tantos otros, se trataba de eso, de pasarlo lo mejor posible. Conciertos, exposiciones, chicas, cómics, cineclubs, música y… El Salero, el Teatro Martín, El Pentagrama, Rock Ola, El Garaje Hermético, La Sala Morasol, La Bovia, El Kwai, La Vía Láctea, El Sol, El Avión y como no, los conciertos en Caminos. Luego vinieron más, La Fábrica de Pan, el Cruela, Y’astá, Ágapo… Seguro que tengo algún olvido imperdonable, pero son de los que me acuerdo en este momento y tampoco pretendo hacer una lista exhaustiva. Madrid era la capital del mundo, el centro del universo.
Salías por ahí, a tomar algo y a oír a algún grupo en directo o alguna maqueta y nunca sabías donde ibas a acabar. La música era el epicentro, el eje sobre el que parecía pivotar todo. Así que empezaron a salir grupos hasta debajo de las piedras. Muchos de aquellos músicos ni siquiera sabían tocar un instrumento. Pero era divertido, se mezclaban el punk, el pop y el rock. Muchos quedaron en el camino, otros desperdiciaron su talento y algunos perviven aún hoy, como Loquillo o Jaime Urrutia, dos muestras de carreras incombustibles y de coherencia.
En paralelo a este mundo había otro submundo, sobre el que siempre se ha pasado de puntillas, pero que se llevó a demasiados por delante (el último, Antonio Vega) y en el que siguen habitando muchos aún en activo. Empezó como un juego más y acabó siendo un infierno. No sé si eran los suburbios del alma o de la mente, pero viejos lemas como ‘sexo, drogas y rock’ o ‘vivir a tope y deprisa’ sirvieron de coartada perfecta para una forma de vida a la que difícilmente se podía escapar. Probablemente porque nadie quería bajar de aquel tiovivo. Se experimentaba con todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Sólo había que cogerlo y dejarse llevar; y en ese tránsito demasiados no volvieron (de los primeros parece que hoy olvidado para muchos Eduardo Benavente, ex Pegamoide y ex Parálisis Permanente). A otros como a Poch se los llevó la enfermedad.
Como todo tiene un final, aquello también terminó, pero dejó una herencia larga e impagable: Berlanga, Poch, Nacho Canut, Ceesepe, García-Alix, Almodóvar, Ouka Lele, Bernardo Bonezzi, Enrique Sierra y los hermanos Auserón, Fernando Márquez “El Zurdo” y Juan Luis Lozano, Chirinos y Ambite, Bartrina, Servando Carballar, Ariel Rot, Julián Infante, Eduardo Haro Ibars, Ordovás, Carlos Tena, Abitbol… y tantos otros.
Todos ellos merecedores de que se les presenten respetos en vida y así evitar el bochorno de contemplar colas en las calles (como cuando murió el dictador) para presentar respetos y despedir a alguien a quien ni siquiera se conoce. Con lo fácil que hubiera sido ir a un concierto o comprar y escuchar un disco.