Hace
un par de meses un amigo me regaló una piedra. Le ha dado por ahí. Afirma que
las piedras tienen propiedades beneficiosas para las personas. Salvo las del
riñón o las que te caen en la cabeza, supongo. Y se dedica a estudiarlas y a
regalarlas.
A
mí me ha tocado un cuarzo. Blanco con vetas doradas y una trasparencia que deja
al descubierto una parte de su interior, simulando encerrar una estrella. Me
dijo que me iría bien, que su energía sería positiva para mí.
No
es la primera piedra que conservo. De hecho, guardo una morada con vetas blancas
que pertenecía a mi abuela como si se tratara de un pequeño y valioso tesoro. Y
aunque me hospedo por hábito en el descreimiento, la piedra me acompaña,
alojada en el bolsillo de mi pantalón, allá donde voy.
Me
gusta. Tiene forma de punta de lanza y si le das la vuelta, bien podría ser un
diminuto corazón; sin sangre y sin palpitaciones, pero con sus cicatrices. Puede
parecer una curiosa asociación, no tan extraña si se piensa que utilizados con maestría no sabría
decir cuál es más lacerante entre una lanza y un corazón. O cuál más
vulnerable.
Tengo
tanta fe en la energía que proporciona la piedra como en la ofertada por el
consumo de jalea real. Pero viene conmigo. A fin de cuentas siempre puedo arrojarla
con energía a la cabeza de alguien. Seguro que no faltan candidaturas.
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