Dicen
que los malos poetas son incapaces de lograr una rima. Y puede que sus versos
estén escritos con lágrimas, que hacen brotar palabras invisibles pero
indelebles. Ahogados por el pasado y el
presente son incapaces de hallar la pausa que les permita afrontar el futuro.
Atrapados
en esas líneas del tiempo giran su cabeza y vuelven la mirada atrás con un
gesto infantil que no puede borrar el mañana. Ni siquiera desdibujarlo. A pesar
de ello anhelan encontrar la senda por la que avanzaron tantos otros en
distintos destinos y latitudes para alcanzar el poema.
La
bajada a los infiernos. El paraíso perdido. Cualquier ruta es válida. Se acepta
cualquier camino como un laberinto de sueños si al final esconde la llave que
gira en la cerradura. Y se obvia que tras la puerta pueden esperar cielos y
abismos e incluso la nada.
Casi
febriles agitan la pluma esperando que broten las palabras; y éstas, agazapadas,
se emboscan en algún recodo inexpugnable para no acabar encorsetadas en una
estrofa. A medio camino de ese triángulo formado por la cabeza, el estómago y
el corazón.
Falta
el oxígeno. Hierve la sangre. Y una expresión de súplica se apodera del rostro,
reclamando la presencia de la inspiración. Aquella misma que algunos grandes
afirmaban que si se presenta debe encontrarte laborando.
Ante
la ausencia de la musa, la súplica se convierte en mueca. Para algunos de dolor
y para otros, los supervivientes, en una mezcla de ironía y hastío. Y sin
embargo, unos y otros continúan aferrándose a la pluma, buscando en su interior
o mirando a través del cristal para hallar las palabras precisas y enhebrarlas;
sin comprender que para ello es necesario extraer primero la aguja, clavada donde
más dolió y conservando su condición punzante. Como una fina pluma.
Es
tarde cuando descubren que tras la puerta esperaba el abismo. Aquel del que
solo los acróbatas son capaces de escapar, aunque sea encajando el pie en un
verso.
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