Intento
contabilizar mentalmente las ocasiones en las que he visitado El Glop. Recuerdo
con nitidez que la primera vez que lo pisé, hace ya unos cuantos años de esos que
pasan como sin darnos cuenta, me gustó su imagen de taberna. Nunca lo he
preguntado, pero siempre he tenido la duda de si nació como taberna y mutó a
restaurante o simplemente es una cuestión estética. Era el del barrio de
Gracia.
Fue
la primera vez que probé los cargols a la llauna. Luego he vuelto dos veces
más. La última el pasado viernes. A las que se suman otra ocasión en la que
éste estaba completo y nos enviaron a otro local que habían abierto en Gracia,
El Nou Glop, y al menos otras tres en las que le tocó el turno al que está en
una perpendicular al Paseo de Gracia, cerca de la Plaza de Cataluña, donde
durante el último almuerzo coincidimos con el actor Lluís Homar y sus hijos.
Desde
aquella primera vez en que los probé, los cargols a la llauna se han convertido
en una tradición cada vez que pisamos El Glop. Plato de sabor y aderezado,
acompañado de un all i oli y una romescu caseros, de esos que te obligan
literalmente a chuparte los dedos y a alargar el sorbo de vino. Petición ineludible
en el antiguo, el de la calle San Luis en Gracia, que me evoca los apetitos de
Vázquez Montalbán, reflejados con su habitual maestría en las historias de
Carvalho.
Me
gustan estos sitios que envejecen con dignidad, lugares que guardan entre sus
paredes parte de la historia de una ciudad, instantáneas de vidas anónimas y en
algunos casos no tan anónimas que alimentan el relato; establecimientos que
forman parte del paisaje del barrio y que con ese transcurrir de los años han
contribuido a dibujar los rasgos de identidad que unen el pasado con el
presente y el futuro, como un legado intangible para las distintas generaciones
de una familia, de los vecinos del barrio o de gentes llegadas de cualquier
punto que pasan por sus mesas.
Hay
algo en ese barrio de Gracia que me transporta a aquel otro de Malasaña en
Madrid, que pese a los cambios, y han sido muchos y no todos buenos, ha sabido
conservar dignos envejecimientos.
Me
gustan sus calles, la amabilidad de sus vecinos, el ambiente y la variedad de
locales, unos con solera y otros, modernos, que contribuyen a integrar ese
puzle intergeneracional y mantener la savia de la vida por sus arterias
principales y secundarias y por sus plazas.
Y
como remate para un animal de costumbres, una copa en el Café Salambó. Otro
local imprescindible y evocador, cuyas paredes y sobre todo, su planta superior
guardan confidencias envueltas en humo y regadas con alcohol de noches que se
funden con el amanecer y que nutren el sueño de Gracia.
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