lunes, 11 de agosto de 2014

Cargols a la llauna

Intento contabilizar mentalmente las ocasiones en las que he visitado El Glop. Recuerdo con nitidez que la primera vez que lo pisé, hace ya unos cuantos años de esos que pasan como sin darnos cuenta, me gustó su imagen de taberna. Nunca lo he preguntado, pero siempre he tenido la duda de si nació como taberna y mutó a restaurante o simplemente es una cuestión estética. Era el del barrio de Gracia.
Fue la primera vez que probé los cargols a la llauna. Luego he vuelto dos veces más. La última el pasado viernes. A las que se suman otra ocasión en la que éste estaba completo y nos enviaron a otro local que habían abierto en Gracia, El Nou Glop, y al menos otras tres en las que le tocó el turno al que está en una perpendicular al Paseo de Gracia, cerca de la Plaza de Cataluña, donde durante el último almuerzo coincidimos con el actor Lluís Homar y sus hijos.
Desde aquella primera vez en que los probé, los cargols a la llauna se han convertido en una tradición cada vez que pisamos El Glop. Plato de sabor y aderezado, acompañado de un all i oli y una romescu caseros, de esos que te obligan literalmente a chuparte los dedos y a alargar el sorbo de vino. Petición ineludible en el antiguo, el de la calle San Luis en Gracia, que me evoca los apetitos de Vázquez Montalbán, reflejados con su habitual maestría en las historias de Carvalho.
Me gustan estos sitios que envejecen con dignidad, lugares que guardan entre sus paredes parte de la historia de una ciudad, instantáneas de vidas anónimas y en algunos casos no tan anónimas que alimentan el relato; establecimientos que forman parte del paisaje del barrio y que con ese transcurrir de los años han contribuido a dibujar los rasgos de identidad que unen el pasado con el presente y el futuro, como un legado intangible para las distintas generaciones de una familia, de los vecinos del barrio o de gentes llegadas de cualquier punto que pasan por sus mesas.
Hay algo en ese barrio de Gracia que me transporta a aquel otro de Malasaña en Madrid, que pese a los cambios, y han sido muchos y no todos buenos, ha sabido conservar dignos envejecimientos.
Me gustan sus calles, la amabilidad de sus vecinos, el ambiente y la variedad de locales, unos con solera y otros, modernos, que contribuyen a integrar ese puzle intergeneracional y mantener la savia de la vida por sus arterias principales y secundarias y por sus plazas.
Y como remate para un animal de costumbres, una copa en el Café Salambó. Otro local imprescindible y evocador, cuyas paredes y sobre todo, su planta superior guardan confidencias envueltas en humo y regadas con alcohol de noches que se funden con el amanecer y que nutren el sueño de Gracia.

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