Podrá
discutirse si es arte o no. Yo no tengo duda. Lo mismo que sé que la belleza es
opinable, pero no discutible. Igual que el talento. Porque se necesita talento
para agarrar un pincel o un bote de spray y extraer vida de una paleta de
colores y trasladar esa vida a un lienzo o a una pared que se exhibían
mortecinos.
Hay
en todo artista algo de gran hacedor y de alquimista. Y también de visionario y de captor de sueños.
Y puede que de extravagancia.
En
su obra hay a la vista o bajo la superficie parte de eso y de una forma de
mirar, del propio yo y del bagaje vital; por tanto, hay pinceladas que asemejan
lágrimas y otras que son sonrisas finitas, incluso medias sonrisas. Y hay
trazos de sangre. Y cicatrices. Y frustración y esperanza.
Esa
pintura llena de vida es como una piel para la pared, que se suma a las
variadas dermis de una ciudad e invita a la caricia, visual y táctil. Y permite
abrir los ojos y extender los dedos y prolongar esa caricia más allá de la propia
pintura hasta lograr estremecer.
Algún
día llegarán las espátulas y los botes de pintura con ademanes de verdugo y en un
despacho se reclinará el enterrador, ebrio de poder y víctima de su ceguera y
de la de ojos cercanos.
Y
aun así, aunque las campanas toquen a duelo y la pared sea desprovista hasta de
su desnudez siempre será tarde. Porque la ciudad guarda las caricias, como toda
piel guarda esa primera caricia, en surcos que no pueden volver a recorrer ojos
y dedos porque ya pertenecen a los territorios de la memoria.
Foto.- Fresco en el Realejo, en Granada.
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