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viernes, 6 de septiembre de 2024

Paisaje nocturno

La reja cerrada, la farola dormida y los sueños presos en una caja de cristal. Un gato cruza a la búsqueda de refugio, atravesando los barrotes en una huida preventiva mientras las hienas ríen en la trastienda. Y la noche cubre las carencias y las imperfecciones de aquellos que alguna vez creyeron. 
La luna sigue pastoreando el rebaño de los crédulos. Pero no hay guía para quienes carecen de fe. La noche sólo se rompe con la irrupción del solitario, que en su soledad confunde el canto con la plegaria y se pierde en sus propios pasos. 
Llovió. Y el olor de la tierra mojada recuerda el tiempo del ayer sepultado por un pasado fragmentado entre lo que fue y lo que pudo ser.
El agua moja las piedras, amenazando con borrar la memoria. Como si fuera tan fácil mudar la huella de los siglos. Como si desdibujar el legado del tiempo fuera como un cambio de piel.
Dicen que las piedras guardan la carcajada de aquel que nunca regresó; la mirada perdida de quien interroga al cielo y el semblante del que se alimenta del miedo. Y dicen que mientras se discute sobre sí el que ríe es Dios o el diablo, las campanas recuperan el tañido para tocar a difuntos.
Entonces, el cristal se rompe y se liberan los sueños.

martes, 17 de marzo de 2020

Cuando esto pase

Cuando la pandemia pase, que como todo pasará, será el momento de preguntarnos si hemos aprendido algo y si va a servirnos para hacer las cosas de otra manera o simplemente, para ser distintos y a ser posible algo mejores. 
Hoy quiero creer que al menos a la mayoría nos ha servido para valorar aquello que formando parte de lo cotidiano y de la rutina quizás no sabíamos apreciar en su medida. Actos como tomar un café, deambular por la calle o asistir a un evento cultural. Y, lo que me parece fundamental, si nos ha servido para descubrir la necesidad que tenemos de los otros seres humanos. No de todos, evidentemente, pero sí de bastantes de ellos. 
El confinamiento nos obliga a convivir con uno mismo o con un grupo muy reducido de personas, sean familia o no. Y exceptuando esporádicos encuentros con terceros en las contadas y obligadas salidas, esa es la única presencia física que acompaña al que no habita en soledad. 
Me gusta pensar que cuando esto acabe los dispositivos tecnológicos serán para facilitarnos la vida y no ese mundo virtual en el que voluntariamente nos recluimos. Quiero pensar que cuando el sol o el viento vuelvan a acariciarnos el rostro relegaremos a esos dispositivos al lugar que deben ocupar y daremos espacio a las personas. 
Quizás parezca una ingenuidad o una temeridad imaginar el descubrimiento (redescubrimiento) del otro o de los otros. Buscar la silueta, incluso reconocer a la persona que la dibuja a cierta distancia por su cadencia al andar, por un rasgo físico o por escuchar su voz anunciando su proximidad. Reencontrarnos en la mirada. Y sí, abrazarnos, besarnos, sentir el contacto de la piel. 
Porque somos carne, huesos, venas, arterias, hígado, pulmones, estómago, no se cuántos metros de intestinos, cerebro y corazón. Y eso unitariamente puede que no sea importante, pero en conjunto es lo que somos. Luego le añadimos aprendizaje, hábitos, experiencia y comportamiento y el resultado es lo que nos define como seres humanos. Y nos mostramos a los demás, pero también a nosotros mismos, en nuestra relación o interacción con el resto de seres vivos y el entorno. 
Y ahora estamos escasos de ello. Casi huérfanos. Soñando con ese día en el que abriremos de nuevo las puertas sin temor. Anhelando los reencuentros. Sabiendo que hemos sido víctimas y que hemos sufrido un desgarro profundo, aunque en algunos casos no queramos o no podamos reconocerlo. 
Cuando llegue ese día será el momento de comenzar a cerrar la herida. Y para ello será imprescindible alargar la mano y saber que hay alguien esperando al otro lado. Será necesario que cuando levantemos la vista hallemos cobijo en otras miradas. Será bonito estar.

jueves, 14 de agosto de 2014

La piel de la ciudad


Podrá discutirse si es arte o no. Yo no tengo duda. Lo mismo que sé que la belleza es opinable, pero no discutible. Igual que el talento. Porque se necesita talento para agarrar un pincel o un bote de spray y extraer vida de una paleta de colores y trasladar esa vida a un lienzo o a una pared que se exhibían mortecinos.
Hay en todo artista algo de gran hacedor y de alquimista.  Y también de visionario y de captor de sueños. Y puede que de extravagancia.  
En su obra hay a la vista o bajo la superficie parte de eso y de una forma de mirar, del propio yo y del bagaje vital; por tanto, hay pinceladas que asemejan lágrimas y otras que son sonrisas finitas, incluso medias sonrisas. Y hay trazos de sangre. Y cicatrices. Y frustración y esperanza.
Esa pintura llena de vida es como una piel para la pared, que se suma a las variadas dermis de una ciudad e invita a la caricia, visual y táctil. Y permite abrir los ojos y extender los dedos y prolongar esa caricia más allá de la propia pintura hasta lograr estremecer.
Algún día llegarán las espátulas y los botes de pintura con ademanes de verdugo y en un despacho se reclinará el enterrador, ebrio de poder y víctima de su ceguera y de la de ojos cercanos.
Y aun así, aunque las campanas toquen a duelo y la pared sea desprovista hasta de su desnudez siempre será tarde. Porque la ciudad guarda las caricias, como toda piel guarda esa primera caricia, en surcos que no pueden volver a recorrer ojos y dedos porque ya pertenecen a los territorios de la memoria.
 
Foto.- Fresco en el Realejo, en Granada.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los otros amantes

Hay otros amantes. Los que se buscan en la mirada como preámbulo para encontrarse en sus bocas. Los que recorren la piel sin prisa, esbozando los trazos de las espirales del placer.
Aquellos que dibujan en esa misma piel senderos de ida y vuelta para hacer brotar manantiales y transformarlos en embravecidos mares. Cuando los muslos son puertos donde atracan los cuerpos y la carne es posada para las caricias diestras. El horizonte es el otro y no hay distancia porque los dos son uno.
La música de fondo son el susurro entrecortado y las palabras gemidas que no necesitan traducción para ser entendidas. Las mismas palabras que enmudecen por la presión de los labios y se pierden entre las lenguas y la saliva.
Los besos acortan el espacio y el tiempo lo marca el ritmo de las caderas en cada envite, que caprichosas adelantan o atrasan como las manecillas del reloj. Desprovistos espacio y tiempo de valor, los amantes son dueños de sus certezas, ajenos a lo provisional y lo innecesario de las mismas entre las cuatros paredes.
Esperan revivir la primera vez, aquella en la que no hay lugar para la rutina. Y ansían el nuevo encuentro, para calmar la adicción incrementada por la espera. En la despedida, al cruzarse de nuevo las miradas, sienten el miedo alimentado por la duda de haber gozado del otro por última vez.

miércoles, 16 de febrero de 2011

La posada de la piel

La nueva película de Almodóvar, "La piel que habito", se estrenará el próximo mes de septiembre. Leo la noticia en la web de la Cadena SER (http://www.cadenaser.com/cultura/articulo/piel-habito-pedro-almodovar-llegara-cines-proximo-septiembre/serpro/20110216csrcsrcul_4/Tes), me guardo el cartel y pienso en la piel como hábitat.
Me pregunto cuál y cómo es la piel que habito. E imagino que tampoco acabamos de conocer la piel que nos habita o aquellas otras que en algún momento del pasado nos habitaron.
Recuerdo aquello de la dermis y la epidermis y visualizo esas distintas capas como si fueran las estancias de una vivienda. Así que habrá algún rincón favorito, uno de esos lugares que muestran nuestra querencia; del mismo modo, que habrá algún espacio secreto, vetado a la mayoría de los visitantes, y alguna cámara de los horrores, donde perviven temores y demonios.
Rememoro los itinerarios de la piel, los conocidos, los ya recorridos, y aquellos otros pendientes de transitar. Ignoro si esos caminos conducen al conocimiento, pero seguro que son una invitación a la consciencia sobre la existencia propia y ajena. Y por tanto, un punto de partida; como el mapa de los sueños infantiles.
Y aunque no habite piel alguna y ninguna piel me habite, estoy convencido de que la piel puede no ser un destino, pero es una deseable posada.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cicatrices

Hay quien gusta de presumir de cicatrices. De las que se dibujan en la piel. En algunos casos por el mero hecho de haber sobrevivido. Y en otros, como simple recordatorio de lo acontecido, un accidente, una intervención quirúrgica, un percance profesional, una noche canalla… Pero hay cicatrices de las que no se presume, esas cuyas costuras en la piel son la memoria del horror y aquellas otras que no se ven.
Esas cicatrices a pesar de no ser visibles se reflejan en ocasiones en el rostro, en los gestos y hasta en el andar. Creo que tienen cura, pero ignoro el tiempo necesario para cerrarlas y se que tienden a abrirse más de lo deseado. Puede que algunas devoren una vida para ser sanadas y por tomar distancia con el optimismo reconozco que algunas probablemente no se cierren nunca. Por eso muchas personas aprenden a vivir con ellas.
Las heridas que las produjeron son profundas y dolorosas. Tanto como la sima del miedo cuya puerta abrieron a las víctimas. Y sí, son necesarias manos y escalas a las que asirse para no ahogarse en esas profundidades. Y también es necesario romper el silencio. Y aún así no hay más juez o más médico que el tiempo.
De nada o de muy poco sirve el día señalado en el calendario una vez al año o el voceo del catálogo de los horrores, cuando el parlamento no alcanza para soluciones y hay conformidad simplemente con plasmar el momento; dejando huérfano el calvario de los 364 días restantes y apenas aplicando un bálsamo en las cicatrices de la piel, en esos costurones agarrados a ella como un ciempiés, y contribuyendo a la invisibilidad de las restantes.
Individualmente no somos responsables. Sólo lo es el que hiere, golpea, maltrata y asesina. Pero colectivamente participamos en colocar las piezas de ese puzzle cuya imagen completada nos degrada como sociedad; porque entre esas piezas están las de la justificación, las del silencio, las de las excusas, las de mirar a otro lado, las de la broma simpática y dañina… incluso las de hurgar en la herida, las que la abren y la hacen sangrar de nuevo.
Cuentan que hay quien gusta de no borrar las cicatrices del rostro porque imprimen carácter o por ser la marca externa de una estancia en el infierno, pero nunca escuché a alguien que confiara en construir el futuro con las cicatrices del alma. Quizás porque más que aprender a lamernos las heridas, deberíamos apostar por educarnos para que no se produzcan. Nunca hubo cicatrices sin heridas.