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miércoles, 23 de septiembre de 2020

La ciudad del viento

Es el mismo nombre, cientos, miles de él, pero solo es el tuyo. Quisiera olvidar. Ahogar el recuerdo. Y no ayuda que lo graben en la placa de una calle de la ciudad del viento. 
El viento lo borra y lo devuelve el mar. Ni siquiera quedan pisadas en la arena, tan solo los granos del ensueño del tiempo. Y hay quien cree que solo ese ensueño es el camino, lento, del olvido. 
Y no hay más rostros, ni más voces. Permanecen aquellos lugares comunes, los momentos ahora perdidos y ese juego peligroso de imaginar lo que nunca ya será. La chistera está vacía. Sin trampa ni cartón. La magia siempre fue ilusión. El poder del engaño, el arte de la distracción. Miraste el humo y no viste el fuego. Arder no era una opción. 
Y quedas atrapado en esa espiral de recordar para volver a olvidar. En una ciudad que solo existía en una canción y te convierte en un nómada, en el eterno peregrino que hasta el último momento no descubre que ese no es el lugar. 
Suena la voz de Quique González, anclada en un tiempo atrás, anunciando el fin de temporada, ese que lo mires como lo mires no deja de ser un final. Y recuerdas aquel otro disco de Tom Waits y sientes la necesidad de escucharlo, porque aquella voz y aquellas historias cantadas siempre fueron refugio y sosiego. Efímero para quien está abocado a vagar. 
Dicen que se aproxima un nuevo invierno. Y que nos devolverá a la ciudad. Dejaremos de ser habitantes accidentales de la ciudad del viento. Pero la placa de la calle no se caerá. 
 

 

lunes, 22 de diciembre de 2014

La ciudad

Hay en toda ciudad algo que nos identifica con ella y descubre un sentido de pertenencia. Aunque solo sea momentáneo y no pueda suplir a esa otra ciudad que realmente sentimos como propia y de la que nos sentimos parte.
Sin embargo, hay similitud en barrios, calles y plazas. En el rodar y rugir de coches y autobuses. En hoteles y restaurantes. Y en esas tiendas de las grandes marcas, homogéneas hasta en sus dependientas y clientela, que poco a poco engullen a los comercios tradicionales hasta hacerlos desaparecer. También en las personas, cuyo comportamiento y actitud logran la tan ansiada universalidad en otros ámbitos.
No es raro por ello que, en ocasiones, logremos encontrarnos en otra ciudad como en la nuestra. Incluso que consigamos encontrar lugares donde nos reciban como si nos conocieran y al visitarlos por segunda o tercera vez nos den la condición de habituales.
Podemos deambular por esas otras ciudades. Ser testigos privilegiados de su cotidianidad. Disfrutarlas y dejarles un fragmento de nuestra vida, cuyo relato pasa a corresponderles. Y aún así, abandonarlas sin experimentar vacío o desánimo alguno. Sin necesidad de decir adiós.

jueves, 14 de agosto de 2014

La piel de la ciudad


Podrá discutirse si es arte o no. Yo no tengo duda. Lo mismo que sé que la belleza es opinable, pero no discutible. Igual que el talento. Porque se necesita talento para agarrar un pincel o un bote de spray y extraer vida de una paleta de colores y trasladar esa vida a un lienzo o a una pared que se exhibían mortecinos.
Hay en todo artista algo de gran hacedor y de alquimista.  Y también de visionario y de captor de sueños. Y puede que de extravagancia.  
En su obra hay a la vista o bajo la superficie parte de eso y de una forma de mirar, del propio yo y del bagaje vital; por tanto, hay pinceladas que asemejan lágrimas y otras que son sonrisas finitas, incluso medias sonrisas. Y hay trazos de sangre. Y cicatrices. Y frustración y esperanza.
Esa pintura llena de vida es como una piel para la pared, que se suma a las variadas dermis de una ciudad e invita a la caricia, visual y táctil. Y permite abrir los ojos y extender los dedos y prolongar esa caricia más allá de la propia pintura hasta lograr estremecer.
Algún día llegarán las espátulas y los botes de pintura con ademanes de verdugo y en un despacho se reclinará el enterrador, ebrio de poder y víctima de su ceguera y de la de ojos cercanos.
Y aun así, aunque las campanas toquen a duelo y la pared sea desprovista hasta de su desnudez siempre será tarde. Porque la ciudad guarda las caricias, como toda piel guarda esa primera caricia, en surcos que no pueden volver a recorrer ojos y dedos porque ya pertenecen a los territorios de la memoria.
 
Foto.- Fresco en el Realejo, en Granada.

miércoles, 9 de enero de 2013

Navidades en Barna

Regreso tras dos semanas de vacaciones de una Barcelona que languidece por momentos. He encontrado una ciudad menos tensa que en ocasiones precedentes, pero también una ciudad menos alegre; consciente de que no hay cabida para coartadas o cortinas de humo, en la que se impone el pragmatismo de sus gentes mostrando a quienes quieren ver el distanciamiento cada vez mayor entre los gobernantes y sus gobernados.
He deambulado más de lo acostumbrado. Sin rumbo y sin prisa. Observando y escuchando. Deslizándome por las calles del barrio gótico y el Raval, las plazas de Gracia, el recuperado Borne o el familiar barrio de Horta.
Contemplo la estelada y la senyera colgadas en algunos balcones y ventanas, como hicieran otros en distinto territorio con la roja y gualda, y pienso cuán fácil es caer en lo mismo que se repudia; en como los nacionalismos, central o periférico, utilizan iguales elementos para defender lo contrario, que en el fondo no deja de ser lo mismo.
En Nochebuena almorzamos en El Glop, cerca del paseo de Gracia. También almorcé allí las navidades pasadas, sólo que entonces había que esperar turno para acceder a una mesa y asumir que las viandas se tomarían su tiempo para llegar a nuestros platos. Este año no, llegamos a la par que Lluís Homar y sus hijos. Nos sentamos en mesas paralelas, separadas por otra mesa ocupada por una pareja.
Recuerdo a Homar en el papel de Mandalay en la adaptación cinematográfica de “Un día volveré”, de Juan Marsé. Gran reparto para un film fallido de una novela que me cautivó y recomiendo, como casi todas las de Marsé. Contemplo la naturalidad con la que se desenvuelve, ajena a cualquier pose; lejos del divismo de otros actores con mayor reconocimiento y menor experiencia y talento. Y por supuesto alejado del protagonismo artificial de tanto famoso de medio pelo.
Mientras doy cuenta de unos cargols a la llauna, una escalivada y una torrada amb bull blanc pienso en el añorado Manuel Vázquez Montalbán. Siempre que recalo en Barcelona pienso en él y cuando paso por vía Laietana o sus inmediaciones me lo imagino cambiando de acera para evitar el paso por la puerta de la comisaría.  
Apuro un café solo para entregarme a una copa de pacharán con hielo y recreo esa Barcelona de Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Marsé y del propio Homar. Esa ciudad entrañable y cosmopolita que parece hoy menos entrañable y cosmopolita. Donde ahora el fuego del dragón calcina la rosa.
Comienzo el año paseando una vez más por la Boquería, esquivando turistas y deteniéndome en las paradas donde se ofrece un amplio surtido de setas. Me tomo mi tiempo para observar las distintas variedades, los nombres de las que no conozco, su tamaño, forma y color y miro el precio ante la presencia inquieta de un par de vendedores que amablemente se ofrecen a despachar lo que demande.
Subo por las Ramblas de las Flores, que ya no son las mismas ramblas desde que desterraron los puestos de flores. Atravieso la plaza de Cataluña y dejo atrás la Casa Batlló y la Pedrera para perderme en el barrio de Gracia. ¡Cómo me recuerda a Malasaña! Bajo Verdi y desemboco en la plaza de la Revolució de setembre para tomar una cerveza en la Unión. La mitad del local está vacío y en el otro medio, las mesas están ocupadas por gente que ha acabado o interrumpido su jornada laboral para almorzar. Me siento en un pequeño velador en el centro y a la entrada. Observo, pongo la oreja y acabo ojeando un diario en catalán. Son más de las tres, pero continuo sin prisa, aunque si con rumbo. Pago cerca de dos euros por una cerveza de barril, más de lo que me cuesta un tercio en la ciudad que habito; ya saben los peajes de la gran ciudad.
Cruzo la plaza, con algo de demora porque me detengo a ver unos puestos ambulantes, y al llegar a la esquina descubro, no sin cierta frustración, que el Sureny ya no existe. Imagino que será por la crisis, la subida de impuestos, la disminución del consumo… esa realidad que nos golpea con mayor o menor contundencia y que no entiende de telas colgadas en balcones y ventanas o prendidas en el pecho. 

jueves, 26 de enero de 2012

La ciudad tranquila

La ciudad que habito parece dormida. Sueña. Y me temo que siempre sueñe el mismo sueño; que es una forma de negarse a soñar. Permanece acurrucada entre montes y peñas; como si no quisiera desperezarse. Y resulta difícil creer que esa cabezada casi permanente sea voluntaria, pese a que, según la leyenda, de sus entrañas surgiera abriéndose paso entre las aguas un enorme lagarto, símbolo inequívoco del letargo.
El castillo como una atalaya desde donde otear el futuro, sin perder de vista pasado y presente, y el mar de olivos que la baña son más allá del ensueño metáforas de la aventura. De un viaje para el que es necesario e imprescindible despertar. Desperezarse.
Adormilada, mecida por esos olivos y los aires de la sierra, la ciudad esquiva la tentación de otros sueños. Y muestra la piel de la vulnerabilidad. Renuncia a surcar aguas de plata y a vestir su desnudez de esperanza. Reposa tranquila. ¡Ay! Si Jaén escuchara al poeta del centenario y fuese capaz de levantarse brava de su lecho de sueño.