Mostrando entradas con la etiqueta deambular. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta deambular. Mostrar todas las entradas

miércoles, 9 de enero de 2013

Navidades en Barna

Regreso tras dos semanas de vacaciones de una Barcelona que languidece por momentos. He encontrado una ciudad menos tensa que en ocasiones precedentes, pero también una ciudad menos alegre; consciente de que no hay cabida para coartadas o cortinas de humo, en la que se impone el pragmatismo de sus gentes mostrando a quienes quieren ver el distanciamiento cada vez mayor entre los gobernantes y sus gobernados.
He deambulado más de lo acostumbrado. Sin rumbo y sin prisa. Observando y escuchando. Deslizándome por las calles del barrio gótico y el Raval, las plazas de Gracia, el recuperado Borne o el familiar barrio de Horta.
Contemplo la estelada y la senyera colgadas en algunos balcones y ventanas, como hicieran otros en distinto territorio con la roja y gualda, y pienso cuán fácil es caer en lo mismo que se repudia; en como los nacionalismos, central o periférico, utilizan iguales elementos para defender lo contrario, que en el fondo no deja de ser lo mismo.
En Nochebuena almorzamos en El Glop, cerca del paseo de Gracia. También almorcé allí las navidades pasadas, sólo que entonces había que esperar turno para acceder a una mesa y asumir que las viandas se tomarían su tiempo para llegar a nuestros platos. Este año no, llegamos a la par que Lluís Homar y sus hijos. Nos sentamos en mesas paralelas, separadas por otra mesa ocupada por una pareja.
Recuerdo a Homar en el papel de Mandalay en la adaptación cinematográfica de “Un día volveré”, de Juan Marsé. Gran reparto para un film fallido de una novela que me cautivó y recomiendo, como casi todas las de Marsé. Contemplo la naturalidad con la que se desenvuelve, ajena a cualquier pose; lejos del divismo de otros actores con mayor reconocimiento y menor experiencia y talento. Y por supuesto alejado del protagonismo artificial de tanto famoso de medio pelo.
Mientras doy cuenta de unos cargols a la llauna, una escalivada y una torrada amb bull blanc pienso en el añorado Manuel Vázquez Montalbán. Siempre que recalo en Barcelona pienso en él y cuando paso por vía Laietana o sus inmediaciones me lo imagino cambiando de acera para evitar el paso por la puerta de la comisaría.  
Apuro un café solo para entregarme a una copa de pacharán con hielo y recreo esa Barcelona de Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Marsé y del propio Homar. Esa ciudad entrañable y cosmopolita que parece hoy menos entrañable y cosmopolita. Donde ahora el fuego del dragón calcina la rosa.
Comienzo el año paseando una vez más por la Boquería, esquivando turistas y deteniéndome en las paradas donde se ofrece un amplio surtido de setas. Me tomo mi tiempo para observar las distintas variedades, los nombres de las que no conozco, su tamaño, forma y color y miro el precio ante la presencia inquieta de un par de vendedores que amablemente se ofrecen a despachar lo que demande.
Subo por las Ramblas de las Flores, que ya no son las mismas ramblas desde que desterraron los puestos de flores. Atravieso la plaza de Cataluña y dejo atrás la Casa Batlló y la Pedrera para perderme en el barrio de Gracia. ¡Cómo me recuerda a Malasaña! Bajo Verdi y desemboco en la plaza de la Revolució de setembre para tomar una cerveza en la Unión. La mitad del local está vacío y en el otro medio, las mesas están ocupadas por gente que ha acabado o interrumpido su jornada laboral para almorzar. Me siento en un pequeño velador en el centro y a la entrada. Observo, pongo la oreja y acabo ojeando un diario en catalán. Son más de las tres, pero continuo sin prisa, aunque si con rumbo. Pago cerca de dos euros por una cerveza de barril, más de lo que me cuesta un tercio en la ciudad que habito; ya saben los peajes de la gran ciudad.
Cruzo la plaza, con algo de demora porque me detengo a ver unos puestos ambulantes, y al llegar a la esquina descubro, no sin cierta frustración, que el Sureny ya no existe. Imagino que será por la crisis, la subida de impuestos, la disminución del consumo… esa realidad que nos golpea con mayor o menor contundencia y que no entiende de telas colgadas en balcones y ventanas o prendidas en el pecho. 

jueves, 5 de julio de 2012

El cielo de la Alhambra

Contemplar la Alhambra es un puro deleite. Y aunque el Mirador de San Nicolás haya adquirido renombre y fama mundial, y sin devaluar un ápice la imagen de la Alhambra que se abarca desde allí, yo prefiero contemplarla desde el paseo de los Tristes.
Cuentan los granaínos e incluso algunos visitantes que transitar por el Darro y Padre Manjón es una invitación a la melancolía. Dicen que al caer el sol se desploma la tarde y algunas personas sienten una pesada carga sobre sus espaldas y una tristeza infinita. Como si la vida quisiera marcharse por el cauce del río.
Yo no comparto ese pesar. Quizás porque no percibo la melancolía como algo negativo. Supongo que siempre y cuando no te devore. Quizás porque estoy habituado a deambular por calles, callejones, callejuelas, plazas… con la cabeza en infinidad de cosas, sin sustraerme al entorno y tratando de apreciar los detalles que en demasiadas oportunidades dejamos que pasen desapercibidos, puede que incluso imbuido de un aire melancólico.
Hacía demasiado tiempo, y quizás este reconocimiento sea una invitación a esa melancolía, que no contemplaba desde el paseo de los Tristes la Alhambra recortando el cielo. Quizás por eso por primera vez le he hecho una fotografía, como si quisiera atraparla en el móvil, hacer cautiva esa línea del cielo y dejar que viaje conmigo en el bolsillo de mi pantalón. Quizás para expiar una culpa que en realidad no siento, pero de la que sin duda soy responsable, porque es imperdonable renunciar a los inofensivos placeres que están al alcance de nuestra mano o de nuestra mirada.
En cualquier caso, hoy he expiado con creces esa culpa. He subido por el Darro y por Padre Manjón. He recorrido con la mirada el río y he levantado la cabeza buscando el palacio nazarí, más alto que la vegetación, rozando el cielo.
He cruzado la acera para adentrarme en el 1899, una de mis debilidades de la capital granadina. Tiene una enorme terraza, pero a mí me gusta instalarme dentro. Respirar el ambiente de antaño. Empaparme de su solera. Y abrir los postigos de la ventana, para desde allí disfrutar de la vista mientras compartía un frugal almuerzo con mi santa.
Y cuando engullía el último pedazo de una tarta casera de chocolate, apuraba un café solo con hielo y le hacía un guiño a un chupito de licor de hierbas, pensaba que sin duda habrá lugares más hermosos, infinitos paraísos, pero ninguno como los que sentimos propios.

viernes, 1 de enero de 2010

El rostro de la derrota

Despeinado por el viento y con barba de varios días. Deambula por las calles de la Ciudad Condal. De vez en cuando levanta la vista y contempla la luna llena.
Nunca creyó en eso de las crisis del hombre; ni en la de los 30, ni en la de los 40. Pero ya dejó atrás la treintena y ahora media la cuarentena. Nunca creyó en eso. Y ahora el cristal de un escaparate le escupe su imagen: la cara del fracaso. El rostro de la derrota.
Quizás sean las 8 horas sentado al volante. Quizás sea el agua caída estos días; necesaria, sí, pero demasiada para un gato. Quizás nunco tuvo oportunidades; o quizás las que tuvo no supo aprovecharlas.
Nunca esperó nada o casi nada de un año nuevo. Seguir vivo y no perder la esperanza ya es un triunfo. Y ahora cuando apenas faltan unas horas para enterrar el año deambula por las calles de esta ciudad que no es la suya, pero de la que también disfruta.
Siempre le gustó pisar las calles; en particular esas dos noches del año en que el sentido común avisa de que debes salir corriendo a casa para llegar a tiempo a la cena. Pero remolonea. Como si no hubiera prisa en esta última noche de año, como si las doces campanadas no nos convirtieran a todos esta noche en una Cenicienta.
Le sigue gustando caminar con pausa por la acera. Observar a su alrededor: gente con paquetes y bolsas en las manos y pasos apresurados; chicas pizpiretas, vestidas para la ocasión, y chicos con un brillo en la mirada; el vecino de un bloque sacando al perro a aliviarse, consciente de que mañana habrá de repetir la misma rutina, y los regazados, apurando el último trago en el bar.
Precisamente al final de la calle hay un bar. Diría que inusualmente lleno por la hora y el día. Entra y pide una caña. Da un trago y aprovecha para responder a uno de esos SMS que le han enviado para felicitarle el año. Jodidos SMS. El año pasado le faltaba tiempo para poder contestarlos y éste, apenas ha recibido un par.
Mira a su alrededor. A su izquierda, un grupo de amigos demora el regreso a casa con la demanda de la penúltima ronda. Más allá, la gente del bar, sentada en taburetes en el recodo al final de la barra, conscientes de que esta noche la cocina está cerrada y la barra apura los últimos servicios. A la derecha, una pareja ultima unos tragos largos. Él es el único que está allí solo. Parece un bicho raro, pero tampoco se va a poner a explicar que necesitaba estirar las piernas, desentumecerse, y que le apeteció tomar una cerveza.
La pareja de la derecha pide la cuenta, y uno de los décimos de lotería que cuelgan entre las botellas. Se van, dejando sus buenos deseos para el nuevo año. Apura su cerveza. Ni siquiera ha visto el número de los décimos, pero casi por un impulso al pagar la caña pide también uno de esos décimos. Se va, también tras dejar sus deseos de felicidad a los allí presentes.
Mala cosa empezar el año suspirando a través de un rectángulo de papel.