Contemplar
la Alhambra es un puro deleite. Y aunque el Mirador de San Nicolás haya
adquirido renombre y fama mundial, y sin devaluar un ápice la imagen de la
Alhambra que se abarca desde allí, yo prefiero contemplarla desde el paseo de
los Tristes.
Cuentan
los granaínos e incluso algunos visitantes que transitar por el Darro y Padre
Manjón es una invitación a la melancolía. Dicen que al caer el sol se desploma
la tarde y algunas personas sienten una pesada carga sobre sus espaldas y una
tristeza infinita. Como si la vida quisiera marcharse por el cauce del río.
Yo
no comparto ese pesar. Quizás porque no percibo la melancolía como algo
negativo. Supongo que siempre y cuando no te devore. Quizás porque estoy
habituado a deambular por calles, callejones, callejuelas, plazas… con la
cabeza en infinidad de cosas, sin sustraerme al entorno y tratando de apreciar
los detalles que en demasiadas oportunidades dejamos que pasen desapercibidos,
puede que incluso imbuido de un aire melancólico.
Hacía
demasiado tiempo, y quizás este reconocimiento sea una invitación a esa
melancolía, que no contemplaba desde el paseo de los Tristes la Alhambra
recortando el cielo. Quizás por eso por primera vez le he hecho una fotografía,
como si quisiera atraparla en el móvil, hacer cautiva esa línea del cielo y
dejar que viaje conmigo en el bolsillo de mi pantalón. Quizás para expiar una
culpa que en realidad no siento, pero de la que sin duda soy responsable,
porque es imperdonable renunciar a los inofensivos placeres que están al
alcance de nuestra mano o de nuestra mirada.
En
cualquier caso, hoy he expiado con creces esa culpa. He subido por el Darro y
por Padre Manjón. He recorrido con la mirada el río y he levantado la cabeza
buscando el palacio nazarí, más alto que la vegetación, rozando el cielo.
He
cruzado la acera para adentrarme en el 1899, una de mis debilidades de la
capital granadina. Tiene una enorme terraza, pero a mí me gusta instalarme
dentro. Respirar el ambiente de antaño. Empaparme de su solera. Y abrir los
postigos de la ventana, para desde allí disfrutar de la vista mientras
compartía un frugal almuerzo con mi santa.
Y
cuando engullía el último pedazo de una tarta casera de chocolate, apuraba un
café solo con hielo y le hacía un guiño a un chupito de licor de hierbas,
pensaba que sin duda habrá lugares más hermosos, infinitos paraísos, pero
ninguno como los que sentimos propios.
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