Hay quien confunde el
poder deambular por la vida con la testa alta con el envaramiento. Y
no distingue entre aquellos que caminan sin que nada de su conducta y
comportamiento pueda avergonzarles y esos otros por naturaleza y
actos siesos, distantes y responsables de decisiones que atropellan
al prójimo.
Por ello no es extraño
que saquen pecho ante auditorios entregados y haciendo gala de la
osadía del necio arenguen a la concurrencia incitándola a la
altivez. Marcan líneas divisorias en invisibles mapas para
distanciarse de la generosidad y evitar ser humildes frente al
atropellado y construyen cavernas apuntaladas en la sinrazón y la
egolatría.
Poco les importa el
sufrimiento ajeno, que en demasía ellos mismos provocan. De igual
manera que con sus actos se alejan y en cierta medida reniegan de la
fe que presumen profesar. Alardean de buena educación, pero
desconocen los más elementales tratados de cortesía y cuando son
cogidos en un renuncio y aparecen retratados en su propio exabrupto,
miran a otro lado, culpan al más cercano y exhiben el dedo corazón
a la envarada manera de su testa, para dejar constancia del dinero
malgastado por sus progenitores en prestigiosos centros de enseñanza.
Su conducta, reflejo de
su miseria, sería excusa para la chanza, de no ser por la
desmesurada lista de damnificados que genera. Y de producirse en otro
tiempo, menos crispado e incierto, hallaría al instante la respuesta
adecuada, incluso de parientes y allegados.
Pero con las coartadas
reales y las artificiales campan a sus anchas, sin importarles
pisotear escenarios o instituciones, exhortando con lengua de
serpiente y recolectando la aprobación de sus parejos
incondicionales.
Conviene recordarles que
con la cabeza alta han deambulado los mineros, en esa marcha sin
esperanza desde las cuencas hasta Madrid. Y que para dar muestra de
envaramiento basta con ser un hijo de fabra, que según
cuentan por la tierra sureña que habito son legión frente a los botellines
de cerveza.
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