martes, 17 de julio de 2012

Con la cabeza alta

Hay quien confunde el poder deambular por la vida con la testa alta con el envaramiento. Y no distingue entre aquellos que caminan sin que nada de su conducta y comportamiento pueda avergonzarles y esos otros por naturaleza y actos siesos, distantes y responsables de decisiones que atropellan al prójimo.
Por ello no es extraño que saquen pecho ante auditorios entregados y haciendo gala de la osadía del necio arenguen a la concurrencia incitándola a la altivez. Marcan líneas divisorias en invisibles mapas para distanciarse de la generosidad y evitar ser humildes frente al atropellado y construyen cavernas apuntaladas en la sinrazón y la egolatría.
Poco les importa el sufrimiento ajeno, que en demasía ellos mismos provocan. De igual manera que con sus actos se alejan y en cierta medida reniegan de la fe que presumen profesar. Alardean de buena educación, pero desconocen los más elementales tratados de cortesía y cuando son cogidos en un renuncio y aparecen retratados en su propio exabrupto, miran a otro lado, culpan al más cercano y exhiben el dedo corazón a la envarada manera de su testa, para dejar constancia del dinero malgastado por sus progenitores en prestigiosos centros de enseñanza.
Su conducta, reflejo de su miseria, sería excusa para la chanza, de no ser por la desmesurada lista de damnificados que genera. Y de producirse en otro tiempo, menos crispado e incierto, hallaría al instante la respuesta adecuada, incluso de parientes y allegados.
Pero con las coartadas reales y las artificiales campan a sus anchas, sin importarles pisotear escenarios o instituciones, exhortando con lengua de serpiente y recolectando la aprobación de sus parejos incondicionales.
Conviene recordarles que con la cabeza alta han deambulado los mineros, en esa marcha sin esperanza desde las cuencas hasta Madrid. Y que para dar muestra de envaramiento basta con ser un hijo de fabra, que según cuentan por la tierra sureña que habito son legión frente a los botellines de cerveza.

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