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lunes, 2 de marzo de 2015

La Cuesta del Chapiz

Hacía más de 30 años que no subía la Cuesta del Chapiz. De hecho esa última vez que la subí lo hice en coche. Aquel utilitario al que teníamos que cerrar los retrovisores para poder circular por algunas calles del Albaicín (Albayzín), en esa Granada moruna que ya tenía el aroma del rock.
Y hace unos cuantos años menos de la última vez que subí hasta el Mirador de San Nicolás. Era un frío lunes en el que callejeamos desde la calle Elvira hasta la iglesia de San Nicolás para disfrutar desde allí de esas vistas de la Alhambra que han traspasado fronteras. 
Lo hicimos casi en solitario, igual que la primera vez que subí, a los nueve años, la misma edad de mis piratas. Nada que ver con el gentío que lo ocupaba ahora. El sábado subimos por ellos, porque no lo habían hecho nunca y para que disfrutaran de esas vistas y de la subida por la Cuesta y las calles empinadas del Albayzín. Y si no llega a ser por la amabilidad de un matrimonio de la tierra, ya entrado en años, y por su generosidad para compartir aquello que le ha sido dado a partes iguales por la naturaleza y la mano y el ingenio humanos, no hubieran podido alcanzar el borde del mirador y contemplar el palacio nazarí. 
Entre el turisteo, los mercaderes y los vecinos del barrio cuesta dar un paso por los accesos y el propio mirador. Y como en cualquier espectáculo gratuito aquellos que ocupan la primera fila no la abandonan ni cuando los artistas ya han despejado el escenario, esperando incluso ese bis que nunca llega a producirse. 
Pero sigue mereciendo la pena. La subida pausada por la Cuesta. Regulando para que las piernas no te pasen factura al día siguiente por la inactividad acumulada. Los escalones empedrados antesala del mirador. Y la imagen serena de la Alhambra recortando el cielo, fija frente a tí como un óleo irrepetible y sin embargo, una y otra vez reproducido. 
Y la bajada en dirección a la calle Elvira;  también lenta, para disfrutar con las puertas y los detalles de los Cármenes, los recovecos de calles y plazas, nuevas vistas de la ciudad y la certeza del poso de antaño en el barrio. 

jueves, 5 de julio de 2012

El cielo de la Alhambra

Contemplar la Alhambra es un puro deleite. Y aunque el Mirador de San Nicolás haya adquirido renombre y fama mundial, y sin devaluar un ápice la imagen de la Alhambra que se abarca desde allí, yo prefiero contemplarla desde el paseo de los Tristes.
Cuentan los granaínos e incluso algunos visitantes que transitar por el Darro y Padre Manjón es una invitación a la melancolía. Dicen que al caer el sol se desploma la tarde y algunas personas sienten una pesada carga sobre sus espaldas y una tristeza infinita. Como si la vida quisiera marcharse por el cauce del río.
Yo no comparto ese pesar. Quizás porque no percibo la melancolía como algo negativo. Supongo que siempre y cuando no te devore. Quizás porque estoy habituado a deambular por calles, callejones, callejuelas, plazas… con la cabeza en infinidad de cosas, sin sustraerme al entorno y tratando de apreciar los detalles que en demasiadas oportunidades dejamos que pasen desapercibidos, puede que incluso imbuido de un aire melancólico.
Hacía demasiado tiempo, y quizás este reconocimiento sea una invitación a esa melancolía, que no contemplaba desde el paseo de los Tristes la Alhambra recortando el cielo. Quizás por eso por primera vez le he hecho una fotografía, como si quisiera atraparla en el móvil, hacer cautiva esa línea del cielo y dejar que viaje conmigo en el bolsillo de mi pantalón. Quizás para expiar una culpa que en realidad no siento, pero de la que sin duda soy responsable, porque es imperdonable renunciar a los inofensivos placeres que están al alcance de nuestra mano o de nuestra mirada.
En cualquier caso, hoy he expiado con creces esa culpa. He subido por el Darro y por Padre Manjón. He recorrido con la mirada el río y he levantado la cabeza buscando el palacio nazarí, más alto que la vegetación, rozando el cielo.
He cruzado la acera para adentrarme en el 1899, una de mis debilidades de la capital granadina. Tiene una enorme terraza, pero a mí me gusta instalarme dentro. Respirar el ambiente de antaño. Empaparme de su solera. Y abrir los postigos de la ventana, para desde allí disfrutar de la vista mientras compartía un frugal almuerzo con mi santa.
Y cuando engullía el último pedazo de una tarta casera de chocolate, apuraba un café solo con hielo y le hacía un guiño a un chupito de licor de hierbas, pensaba que sin duda habrá lugares más hermosos, infinitos paraísos, pero ninguno como los que sentimos propios.