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martes, 12 de octubre de 2021

Méliès

 

Tengo un disco del viejo Bob a medio escuchar. Y aún queda polvo en mis zapatos. A veces me pregunto por qué sigo escuchando y comprando sus discos. Como si no pudiera, como ya ocurrió tiempo atrás, volver a decepcionarme. A fin de cuentas, el viejo Bob juega con nosotros y quizás en ese juego se ríe de nosotros. Pero aquí estoy con su último disco a medio escuchar y con enormes ganas de escucharlo. Deseando volver a esa liturgia de extraer el disco de esa maravillosa funda, separarlo del libreto y dejar que gire mientras la aguja arranca el canto. Recordar aquella canción que es la misma de aquellos 80, pero que suena distinta. Es la magia del viejo Bob. O el negocio. 
Es un día extraño este 11 de octubre, preludio de un festivo, que despierta con amenaza de lluvia y en el que a media mañana el sol azuza desde arriba.
Llego con la lengua fuera y maldiciendo tras recorrer media ciudad hasta arribar a un comercio que contra pronóstico encuentro cerrado. Así que retorno, mezclando el calor con la frustración y resoplando como la bestia que un día fuimos. 
Dirijo mis pasos al kiosco de prensa, a recoger el diario y a encargar un periódico para mañana que nunca ha de llegar. No lo sabré hasta por la tarde, confirmando que hay días que vamos de chasco en chasco. Y hoy era uno de ellos. 
Pero a la vuelta de la esquina, literal, me espera Méliès. Una expo sobre el director de cine francés que viene a sanarme. Una resurrección que me alivia la inusual matiné. La caja de sueños me arranca una media sonrisa y agita con suavidad la mente. Atiendo a la emisión de dos audiovisuales, contemplo las fotografías y recorro una maqueta de aquel estudio de cine transparente donde Méliès daba vida tras la cámara a sus criaturas. Me hallo por un momento en el interior de una barraca de feria y al instante estoy frente a la tienda de juguetes, evocando una infancia que nunca termina de alejarse, aunque el tiempo se obstine en ello. 
Me prometo volver a este oasis en el centro de la ciudad y dar espacio a la ensoñación. Tengo la boca reseca, pero ya no maldigo. El calor continúa apretando desde lo alto, pero me espera la certeza de una rubia con espuma, que mitigará el castigo de la mascarilla y festejará ese cinematógrafo que después de un siglo y pese a las adversidades sigue abriendo de par en par los ojos del niño que llevamos dentro. 
 

 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

La ciudad del viento

Es el mismo nombre, cientos, miles de él, pero solo es el tuyo. Quisiera olvidar. Ahogar el recuerdo. Y no ayuda que lo graben en la placa de una calle de la ciudad del viento. 
El viento lo borra y lo devuelve el mar. Ni siquiera quedan pisadas en la arena, tan solo los granos del ensueño del tiempo. Y hay quien cree que solo ese ensueño es el camino, lento, del olvido. 
Y no hay más rostros, ni más voces. Permanecen aquellos lugares comunes, los momentos ahora perdidos y ese juego peligroso de imaginar lo que nunca ya será. La chistera está vacía. Sin trampa ni cartón. La magia siempre fue ilusión. El poder del engaño, el arte de la distracción. Miraste el humo y no viste el fuego. Arder no era una opción. 
Y quedas atrapado en esa espiral de recordar para volver a olvidar. En una ciudad que solo existía en una canción y te convierte en un nómada, en el eterno peregrino que hasta el último momento no descubre que ese no es el lugar. 
Suena la voz de Quique González, anclada en un tiempo atrás, anunciando el fin de temporada, ese que lo mires como lo mires no deja de ser un final. Y recuerdas aquel otro disco de Tom Waits y sientes la necesidad de escucharlo, porque aquella voz y aquellas historias cantadas siempre fueron refugio y sosiego. Efímero para quien está abocado a vagar. 
Dicen que se aproxima un nuevo invierno. Y que nos devolverá a la ciudad. Dejaremos de ser habitantes accidentales de la ciudad del viento. Pero la placa de la calle no se caerá. 
 

 

sábado, 25 de mayo de 2019

Tierra de promisión

Escucho la voz suave y sureña de Ian Noe. Cierro los ojos y dejo que mis sentidos se pierdan entre las cuerdas de la guitarra y esa canción que me lleva a aquella tierra de promisión. Esa América que algunos soñaron en una ocasión, pero que hoy probablemente nadie anhela salvo para pisarla de visita o contemplarla con ojos curiosos en la gran pantalla o en la televisión. 
Presiento el trago de bourbon deslizándose por la garganta y la punta de la bota golpeando el suelo intentando de alguna manera acompañar la canción mientras los ojos recorren la sala a la búsqueda de otra mirada cómplice, una de esas que quita el frío del momento pero que te deja helado el corazón. 
Hay pocas cosas más auténticas que una persona subida en un escenario acompañada solo por la guitarra y su propia voz. Se puede mejorar con más instrumentos y voces y aunque el resultado sea aceptable probablemente no sea más que artificio, una envoltura innecesaria que sin embargo no logrará ocultar la soledad de la guitarra y la voz. 
Fuera del local soplará el viento de la noche, silbando a la comunión de soledades. Y puede que una canción y unos pasos en compañía propicien el espejismo de una noche. Pero no lo prolongará. Al despertar solo hay ausencia, la boca seca con el sabor dulzón del bourbon y una promesa que nunca se cumplirá. 
Ella bebía tequila y sonreía sensual. Yo apuraba un tercio de cerveza. Llevaba una minifalda vaquera y una blusa floreada que se abría generosa al inclinarse sobre la mesa de billar. No recuerdo que soplara el viento de la noche y apenas se oía el murmullo del mar producido por el choque de las olas contra los cascos de los barcos. Era en ultramar, en un lugar que también fue alguna vez tierra de promisión. 
Intento imaginar el encuentro entre un joven criminal y una vieja dama. Una cita propiciada por el empuje de la soledad y la seducción del tiempo que se acaba. Quizás la eternidad del amor resida en una canción o en un relato de páginas gastadas. 

domingo, 29 de abril de 2018

El reflejo

Estaba de pie en el centro de la sala con una cerveza en la mano y golpeando el suelo con la punta del zapato al ritmo de la música. No le había visto nunca antes de aquella noche, pero lo que ninguna vez alcanzó a ver frente al espejo lo contempló con absoluta nitidez en aquel desconocido. Su propio reflejo. 
Se veía a sí mismo con unos años menos, pero insuficientes para dar cabida a las excusas. Imaginaba aquel trago frío y largo de cerveza resbalando por su propia garganta. Cerró los ojos y se dejó llevar por un instante por el riff de la guitarra. Los reabrió al momento. Pensó en aquella vida que le oprimía y de la cual no era capaz de escapar. No podía disimular que cada vez era más apremiante la necesidad de hallar placebos para poder afrontar la rutina del día a día. 
Vivía cuando no dormía, consciente de que necesitaba dormir para vivir. Siempre prefirió la noche al día. Aquel silencio general, pero no absoluto, roto por ruidos aislados que alcanzaban el nivel exacto de su sonoridad. 
Disfrutaba con los hielos deshaciéndose en el fondo del vaso. Le gustaban las sirenas de piernas largas y miradas perdidas acodadas en la barra. Y escuchar, casi de manera enfermiza, aquella canción que le ubicaba en un tiempo que se fue, cuando era lo que ya no puede ser. Repetía el estribillo como una letanía y escudriñaba alrededor en busca de una sonrisa o una mueca en otra cara que revelara esa complicidad intangible de los noctámbulos. 
Dirigió de nuevo su mirada al centro de la sala. Y sí, continuaba allí, de pie y con la cerveza en la mano. Recreó la imagen de un espejo roto, donde pervive el reflejo pero carente de uniformidad. Así que se observó a sí mismo como una suma de fragmentos atrapada en lágrimas de cristal. 
Los músicos anunciaron la interpretación de un tema nuevo. El primero de su próximo disco. Una canción inédita siempre genera expectación entre los seguidores de una banda. Si te gusta a la primera ¡Miau! La próxima vez que la escuches ya solo prestarás atención a los matices, la letra, los acordes… Ahora se dejaba llevar de nuevo por el sonido de la guitarra. ¡Cómo le gustaba aquel guitarreo! Parecía una conversación con la batería en la que se iba elevando sin estridencia el tono de la voz. 
Al tema inédito le siguió una versión del “Knockin’ on Heaven’s Door”, de Dylan. Sonaba a despedida, a fin del concierto. Y así fue. Cerró los ojos de nuevo. Los abrió para ver que ya no quedaba nadie y era él quien ahora ocupaba el centro de la sala. Sin cerveza en la mano y sin nadie en quien reflejarse.

jueves, 2 de marzo de 2017

Garagatos

Llegamos en el último suspiro. Casi sin aliento. Cuando las agujas del reloj acortaban el espacio entre la una y media y las dos. El último día y en el penúltimo momento. Pero llegamos, ¡qué demonios!
Y mereció la pena contemplar esos dibujos de Sabina. Madonnas, cristos, toreros, princesas, Picasso, Matisse, Tamara de Lempicka… y peces y gatos. Qué para no cantar, hasta dibuja el maestro ubetense. 
Era pura curiosidad. No buscaba, ni esperaba, la excelencia artística, pero estaba convencido de encontrar ese hilo que une música, palabras e imágenes. Las de Sabina, of course. 
Si hay capacidad para ver una canción, porqué renunciar a oír la música de los dibujos colgados en la pared. Porqué no permitir que las palabras actúen como Celestinas y dejarse llevar por ellas de marco en marco, sumergiéndose entre esos ‘garagatos’ marcando el compás con los pies. 
No comparto eso de que somos lo que escribimos, aunque no niego que seamos o sintamos una parte de ello. De igual modo no seremos lo que dibujamos o lo que cantamos, pero algo de nosotros, a conciencia o sin ella, queda en el papel o en la canción. Así que es innegable que al menos parte de lo que cubren la camiseta de rayas y el bombín habita en los ‘garagatos’. 
Llegamos. Subiendo Los Caños casi sin aliento. Recuperando el resuello en Martínez Molina. Y respirando hondo en la Plaza del Pato frente a la puerta de los Baños Árabes. Cruzamos el umbral con la duda de si aún era el tiempo o por el contrario lo habíamos perdido. Llegamos para ver asomarse a un Sabina juguetón por una puerta entreabierta de ‘garagatería’, en una sala vacía pero vestida con sus dibujos. Llegamos para el desfile con parada de pared a pared. Y bailamos el vals de la contemplación. 
Más vale tarde que nunca. O ciento volando. Cara gato. "Garagatos".


"Como dibujo por matar el rato
 ayuno
del talento de Tiziano
a los bodrios que salen de
mis manos 
les llamo garagatos", Joaquín Sabina.
  
 

sábado, 6 de julio de 2013

La canción del Perro

Julio de 2013. El Sur. 37 grados. Y subiendo. Carne y huesos en el asador. Atrás quedan El Maño, Rivas y La Palmera, en Noviciado, donde jugábamos al futbolín con unos botijos de Mahou o unos coscorrones de tequila y la banda sonora era aquel último disco de Radio Futura.
La sangre de los negros corría por nuestras venas convertida en notas de música. Algunos soñaban a Dylan. Pero el músico siempre fue ave de paso y había atracción por el lado oscuro, donde habitan los malditos como el otro Dylan; el poeta, cuyas palabras sin melodía siempre me sonaron mejor que las de Zimmerman.
La canción de Juan Perro cumple 25 años. Los mercaderes lanzan una edición de coleccionista, impagable en lo intangible, que por unos 20 euros es tangible para cualquiera.
Los bailes de perros llevaban a las gentes de pueblos y provincias a la gran ciudad. Y yo que siempre fui de la gran ciudad, hice el recorrido inverso. Bajé a algún infierno y conocí los callejones, unos luminosos y otros sórdidos. La única vez que visité el cielo lo hice para hallar mis demonios. Modelé unos pequeños diablos que siempre me acompañan y aparecen de forma esporádica, ignoro si por invocación o por su voluntad. Nunca vienen para quedarse, solo para estar. Y como otros caminantes, soy forastero en cualquier lugar.
Todavía hay noches de rocanrol. Los gatos no saben ni quieren besar, pero se equivocan quienes creen que no saben bailar. En los tejados y en los callejones y también en aquellos bailes de perros, donde los gallos no solo cantan al amanecer, siempre nos supimos mover.