La ciudad que habito parece dormida. Sueña. Y me temo que siempre sueñe el mismo sueño; que es una forma de negarse a soñar. Permanece acurrucada entre montes y peñas; como si no quisiera desperezarse. Y resulta difícil creer que esa cabezada casi permanente sea voluntaria, pese a que, según la leyenda, de sus entrañas surgiera abriéndose paso entre las aguas un enorme lagarto, símbolo inequívoco del letargo.
El castillo como una atalaya desde donde otear el futuro, sin perder de vista pasado y presente, y el mar de olivos que la baña son más allá del ensueño metáforas de la aventura. De un viaje para el que es necesario e imprescindible despertar. Desperezarse.
Adormilada, mecida por esos olivos y los aires de la sierra, la ciudad esquiva la tentación de otros sueños. Y muestra la piel de la vulnerabilidad. Renuncia a surcar aguas de plata y a vestir su desnudez de esperanza. Reposa tranquila. ¡Ay! Si Jaén escuchara al poeta del centenario y fuese capaz de levantarse brava de su lecho de sueño.
El castillo como una atalaya desde donde otear el futuro, sin perder de vista pasado y presente, y el mar de olivos que la baña son más allá del ensueño metáforas de la aventura. De un viaje para el que es necesario e imprescindible despertar. Desperezarse.
Adormilada, mecida por esos olivos y los aires de la sierra, la ciudad esquiva la tentación de otros sueños. Y muestra la piel de la vulnerabilidad. Renuncia a surcar aguas de plata y a vestir su desnudez de esperanza. Reposa tranquila. ¡Ay! Si Jaén escuchara al poeta del centenario y fuese capaz de levantarse brava de su lecho de sueño.
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