Somos un país curioso. Cuando alguien muere tiramos del manual del buen samaritano, pero con los vivos aplicamos, por lo general, el decálogo del perfecto canalla.
Para cualquiera, una persona en cuya cabeza cabe el estado es una imagen monstruosa. Simple y llanamente, un monstruo. Más si a esa morfología se añade el exabrupto como modo habitual de comunicación y su trayectoria está aderezada con alguna atrocidad y el respaldo a las cometidas por otros, sin mostrar la mínima señal de arrepentimiento por los desmanes propios y ajenos.
Es normal que otros monstruos se deshagan en halagos hacia el monstruo. Del mismo modo que los incubadores del huevo de la serpiente y sus herederos. Y tampoco resulta extraño que estos herederos quieran ponerle una calle al monstruo, que ya gritó sin tapujos aquello de “la calle es mía”, no desde una concepción vital sino desde la marcial.
Pero no es tan normal que aquellos otros que deberían contribuir a paliar las atrocidades cometidas por la doméstica galería de monstruos y por parecer políticamente correctos, exhiban el muestrario completo del manual del buen samaritano y minimicen las tropelías para incidir en presuntas cualidades y convicciones de las que a todas luces el monstruo carecía, por mucho que se le otorgue paternidad fundadora alguna.
Los monstruos mueren, pero sus víctimas y los familiares y allegados de esas víctimas padecen durante un largo tiempo que asemeja una eternidad las consecuencias de haberse cruzado en el camino del monstruo.
Y todavía hay quien se sorprende de que algunos saltemos cuando nos tocan la gaita.
Para cualquiera, una persona en cuya cabeza cabe el estado es una imagen monstruosa. Simple y llanamente, un monstruo. Más si a esa morfología se añade el exabrupto como modo habitual de comunicación y su trayectoria está aderezada con alguna atrocidad y el respaldo a las cometidas por otros, sin mostrar la mínima señal de arrepentimiento por los desmanes propios y ajenos.
Es normal que otros monstruos se deshagan en halagos hacia el monstruo. Del mismo modo que los incubadores del huevo de la serpiente y sus herederos. Y tampoco resulta extraño que estos herederos quieran ponerle una calle al monstruo, que ya gritó sin tapujos aquello de “la calle es mía”, no desde una concepción vital sino desde la marcial.
Pero no es tan normal que aquellos otros que deberían contribuir a paliar las atrocidades cometidas por la doméstica galería de monstruos y por parecer políticamente correctos, exhiban el muestrario completo del manual del buen samaritano y minimicen las tropelías para incidir en presuntas cualidades y convicciones de las que a todas luces el monstruo carecía, por mucho que se le otorgue paternidad fundadora alguna.
Los monstruos mueren, pero sus víctimas y los familiares y allegados de esas víctimas padecen durante un largo tiempo que asemeja una eternidad las consecuencias de haberse cruzado en el camino del monstruo.
Y todavía hay quien se sorprende de que algunos saltemos cuando nos tocan la gaita.
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