Las muertes de un banquero y del dueño
de unos grandes almacenes han mostrado el desnudo del poder. Un
desnudo exhibido con obscenidad y sin tapujos. Dejando claro quien
pertenece al distinguido círculo; las familias donde no hay lugar para
advenedizos, salvo que sean de utilidad, es decir, de usar y tirar.
La misma obscenidad que testimonia que
la justicia y las reglas de juego no son iguales para todos los
ciudadanos, que el dinero compra voluntades y la publicidad, el
silencio de los medios de comunicación. O lo que es lo mismo, que
pleitesía y silencio contribuyen al impulso de los prohombres.
El poder como casta. La casta del
poder. Casta, como duele en la España actual la acepción. Quizás
la principal aportación, inconmensurable, de ese nuevo Iglesias, tan
lejano y distinto a aquel otro Pablo Iglesias de Casa Labra: la
recuperación del lenguaje, el uso de las palabras con contenido,
distantes de esos manuales de los políticos al uso, llenos de frases
vacías, de argumentos insostenibles, donde las mentiras se visten de
promesas cuyo valor siempre tiende a la baja y que retratan a los
voceadores de turno.
Tiempos de superávit de ecos y déficit
de opiniones. En los que hayan hueco hipocresía y silencio como
trampolines de supervivencia, para que ese poder, momentáneamente
desnudo, mueva los hilos desde torres de marfil.
La casta es hoy el adversario, el
estamento a derrocar. Y ante los amagos de cortar los hilos de las
marionetas o las manos que los manipulan a su antojo, ante los
primeros movimiento sísmicos que hacen cimbrear las torres de
marfil, ya hay quien busca certificados de buen ciudadano y quien aspira a llevar en el pecho la escarapela de los nuevos jacobinos.
La esperanza se viste de ilusión. Y en
ese intervalo de ingenua desnudez es el poder el que se cubre con los
ropajes; disfrazando la obscenidad, pero sin lograr ya disimularla.
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