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miércoles, 16 de octubre de 2024

El principio del mar

Levantó una piedra esperando encontrar el principio del mar y sólo encontró un montón de tierra oscura. Ni siquiera un resquicio por el que soñar. Tampoco halló una vía de escape para la inmundicia diaria. Así que imaginó que los cimientos de la infamia son sólidos y que están asentados con firmeza desde tiempos inmemoriales.
Era innegable que lo que más repugna habita entre nosotros, que se aferró con raíces profundas y fuertes; probablemente, al principio con lentitud, con la pausa del disimulo, mostrando su cara más inofensiva, y después, ya sin disimulos, edificó su templo en el centro de nuestras vidas para desde allí imponerse.
De igual manera era innegable que la única opción era resistir. Seguir mirando bajo las piedras con la esperanza intacta y con la convicción de que todo templo puede derrumbarse por causas naturales o por la acción humana.
Pero nadie le dijo que el tiempo juega en contra y que el viento rara vez sopla a favor. Nadie le habló de los palos en las ruedas ni de los puentes caídos. Y mucho menos de que la mayor parte del camino la recorrería en soledad. Tampoco que las mentiras y las medias verdades tienen más crédito que un puñado de sinceras palabras. O que hasta el espejo deforma la realidad.
Siendo incapaz de hallar el principio del mar qué debería hacer para vislumbrar el final. ¿Sería una utopía o realmente podría hallar un salmón remontando el asfalto de la ciudad?

 

lunes, 18 de enero de 2021

La cara B

Escucho un disco donde en la cara A se oye lo mismo que en la B, donde la letra pone el ritmo y la música, el mensaje.
Le preguntaron al músico y no supo o no quiso explicarlo. Tan solo dijo que son las gotas las que forman los mares y no al contrario.
Cogió la guitarra. Y le arrancó los acordes más bellos del mundo. Rasgaba las cuerdas con un suave aleteo y una legión de aves revoloteó sobre el pentagrama. Las miradas se volvieron hacia el cielo, pero no había ni un carro de fuego, ni la cera derretida de una utopía con forma de alas. Apenas se escucharon levemente los pasos de baile de un ángel caído y un coro indefinido de voces que al carecer la canción de estribillo improvisaba un duduá.
Hundió las manos en la arena para asir una caracola que nunca pertenecería a colección alguna. Y antes de que el agua inundara el espacio que ocupaba la caracola acercó el oído con la esperanza de escuchar el lamento de las sirenas. Sólo percibió el murmullo del mar.
Vislumbró sobre esa misma arena un álbum de deseos y en la distancia una botella que un día fue buzón. Y creyó, por un momento, sentir el eco de voces adolescentes rotas por las olas.
Recordó palabras olvidadas por su desuso y consignas que un día no tan lejano fueron banderas de sueños. Se hallaba a medio camino de un tiempo regalado y aquellos acordes marcaban el punto exacto, como la equis el tesoro en el mapa.
Escucho un disco de un músico cuyo nombre no aparecerá entre los primeros de una lista de éxito, en cuya guitarra se dibujan paralelos y meridianos y que no ofrecerá un bis.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Marineros

Ya no hay sirenas en el mar de los recuerdos. Y puede que tampoco en el de los anhelos. Apenas se perciben el eco de las risas de cristal, el brillo de unos ojos apagados y el suave aleteo sobre las crestas de las olas donde sobresalen escamas de plata en las que el sol espera encontrar su propio reflejo. 
El viento y la luna siguen siendo la esperanza de los marineros como preámbulo de un nuevo día; aquel en el que el mañana es clon del ayer. Y aún así nadie renuncia a otear el horizonte para poder escupir la palabra atrincherada en la garganta, aquella que no necesita traducción, aquella desgastada hasta en la imaginación y que sin embargo guarda el sonido de las mejores venturas ¡Tierra! 
Nadie pregunta dónde estamos. Porque todos o casi todos lo ignoran o probablemente porque eso sea lo de menos. Los pies están para hundirse en la arena. Y solo la mirada triste y esquiva delata al tritón, cuya única voz es el rugido de la caracola. 
Cuentan los viejos lobos de mar que aquel grito lo obedece el mar. Las olas se alzan y agitan los cascos de las naves iniciando un baile cuyo final no está escrito pero que relata el juego del cazador y su presa. Los marineros veteranos cruzan los dedos y miran primero al mar y luego al cielo para espantar las supersticiones que heredaron de sus mayores y que en muchos casos será el único legado a percibir por los que les precederán. 
La tierra es sinónimo de calma, aunque no sea más que una farsa, una máscara de miedos que diluye los antiguos miedos. Siempre el temor a lo que está por venir, siempre el presagio negro de lo que acontecerá. 
La costa es lo inmediato. Y la playa, la certeza. Lo demás se dirime entre cuentos de tabernas del puerto, la media sonrisa del grumete, el gesto adusto de los oficiales y las cejas arqueadas del marinero que siempre jura que será su último viaje. Los crédulos siempre suman adeptos. Y el incrédulo ni siquiera halla cobijo en el diario del náufrago. 
Siempre hubo otros pies que pisaron antes la arena. Siempre se glosó el triunfo de los miedos. Y siempre habrá quien a pesar del rugido de la caracola oiga el canto de las sirenas. Las risas de cristal, el brillo que da vida a los ojos y la estela en el agua que marca el camino de los que aún sueñan.

jueves, 7 de enero de 2016

El reloj del mar

El reloj del mar es una clepsidra, donde las olas rompen contra la pared de cerámica. Unas veces lo hacen embravecidas, furiosas, como quien demuestra su ira. Otras, en cambio, llegan mansamente. Pero siempre con la cresta blanca y el mar rizado, para dejar impresos en la cerámica unos rostros que duran un instante; el mismo que tarda la ola en volver sobre su propio vaivén. 
Hay relojes enormes, que albergan mares y océanos y todo lo que contienen bajo ellos y en su superficie. Viejos navíos de vela, barcazas y modernos cruceros y portaaviones. Desde el Mayflower al Titanic, del Nautilus al Akula; el pasado, el presente y el futuro. También alojan a la luna para que marque el ritmo de las mareas y al sol para crear el espejismo del día. 
Cuando la clepsidra es tan grande, ni siquiera el propio Neptuno y su corte de sirenas y tritones son capaces de escapar de su interior y han de conformarse con descender y ascender de un recipiente a otro; abriéndose paso entre navíos, peces y otras criaturas marinas y maldiciendo su naturaleza mitológica. 
Pero cuando la clepsidra es pequeña solo alcanza a acoger el sueño de un niño proyectado en un barco de papel, cuyos horizontes son infinitos. 
El ruido de las olas apenas hace perceptible el sonido del agua de la clepsidra descontando el tiempo. Aunque siempre hay quién asegura escuchar las gotas caer emulando un tic-tac, incluso seguir su camino de ida y vuelta entre ambos recipientes ¡cómo si fuera posible! 
Y aún así, entre convicciones y credulidades, nadie ha sido capaz de descifrar dónde se halla y quién es el relojero que hace funcionar la clepsidra del mar. Nadie supo nunca cuando se construyó el reloj y tampoco se conoció quién, para qué y porqué decidió medir el tiempo entre las aguas. 
Cuenta un marinero, inmune al canto de las sirenas, que oyó de los labios de éstas un cantar sobre el reloj del mar, cuyas invisibles manecillas dibujan las constelaciones de los cielos y en cuyas paredes se dibujan efímeramente los rostros de sus relojeros. 
También cuentan que ese reloj no existe, ni existió jamás. Y que solo es el santo y seña de aquellos que hicieron patria de la mar.

miércoles, 6 de enero de 2016

El tic-tac del lobo de mar


De los Mares del Sur al mar de olivos. Tras años de búsqueda al final nos hemos encontrado. El lobo de mar y el gato. Y no ha sido fácil. 
Nos cruzamos en el Inglés de Lisboa. Acababas de marcharte cuando yo atravesé el umbral de la puerta. Tan solo quedaba allí, sentada en un taburete y como ausente, la dama de blanco. Otro tanto ocurrió en el puerto de La Valletta, apenas pude llegar al muelle para desde la distancia contemplar como tu navío se alejaba en el horizonte. Tú por mar y yo por los callejones y tejados de la ciudad. Evitándonos sin saberlo y condenados a reunirnos. Ya lo habíamos hecho en las páginas de papel y en la tela de las camisetas, pero se resistía el poseedor del tic-tac.
Intenté renunciar a buscarte en aquellos lejanos y sin embargo familiares Mares del Sur, pero tu padre y Manuel Vázquez Montalbán me empujaban allí. Y aún así te busque en otros lugares, en ciudades, con puerto o sin él, y también en ese otro mar que es la Red. 
Una vez incluso llegué a tenerte en las manos, pero el destino o el capricho, puede que el exceso de confianza, me hizo dejarte sobre aquel mostrador y seguir buscando al otro poseedor del tic-tac, aquel vestido de negro y blanco y de edición limitada. Al final os perdí la pista a los dos. De hecho hace poco más de un año me dí por vencido. 
Y ahora, cuando ya no buscaba, cuando ni siquiera esperaba o pensaba en tí, te encuentro en una Roca, en el Vallés Oriental. ¿Qué te voy a contar a tí de lo escrito en las líneas de la mano? Me dicen que eres una pieza de coleccionista y sin embargo, ante mi sorpresa, te han puesto precio de saldo. Juntos debemos ser dignos de exhibirnos en un museo o en una barraca de feria. ¿Te imaginas a un gato de callejón que nunca llevó collar deambulando con el poseedor del tic-tac al cuello? 
Ya sé que yo nunca seré el gato de Cheshire, ni tú el capitán Nemo. Pero compartimos con ambos y con otros muchos un mundo de ficción. Tu alter ego, Hugo Pratt, está muerto, aunque ahora han tomado el relevo dos autores españoles, el guionista Juan Díaz Canales (creador del gato Blacksad) y el dibujante Rubén Pellejero; y el mío, aunque vive, sin llegar a zombi siempre tuvo algo de muerto viviente. 
Te han situado “Bajo el sol de medianoche”, que es una extraña forma de otorgarte una segunda vida; algo que como comprenderás no impresiona a un gato que disfruta de siete o lo que es lo mismo, sobrevive a seis muertes. 
Porque de eso se trata, de sobrevivir, de seguir escuchando el tic-tac. Ficticia o realmente. En mares de papel, de agua o de olivos.

domingo, 12 de julio de 2015

Náufragos destetados

Algo sé de naufragios. Contados, leídos, vistos e incluso vividos. En tierra firme y en el océano. En noches de tormenta y en mañanas de tempestad. Cuando los pies no están firmes en el suelo y no hay ancla capaz de fijarlos a él. Cuando miras al cielo y te devuelve la mirada rota, resquebrajada como un cristal que igual que el agua embravecida te niega el reflejo. Cuando sientes que la suerte sonríe al que no sobrevive y tú eres un superviviente.
Abres los ojos y te descubres solo. La soledad que te acompaña en la búsqueda de las palabras. La misma que te hace comprender lo efímero de la escritura en la arena. La compañera que no te abandona nunca. Soledad, tristeza y silencio. Y “la jodida conciencia” susurrándote. 
Y aun sin oído para la música sucumbes al canto de las sirenas. Anhelando no ser amarrado para zambullirte entre las olas y surcar el abismo. En el mar de olivos o en el Mediterráneo. 
Escucho el “Rock con embudo para mamíferos destetados”, de José Luis Escobar. Obsequio de su autor. Anterior a “El retrete del poeta”, sus versos me conducen como aquel a los restos del naufragio. Los tangibles y los intangibles. El producto de la zozobra exterior e interior. 
Dicen que siempre anda el diablo enredado en las cuerdas de la guitarra cuando suena el rock. Pero la verdad es que ese diablo es un duende juguetón, que aparece cuando sus hermanos ya se han marchado. Esos demonios con los que convivimos. Los que siempre vuelven y nos agitan; tanto que hasta desperezan a las palabras. 
No sucumbas, amigo. Vendrán nuevos naufragios para poner a prueba la memoria. El mar borrará las palabras en la arena, pero bien sabes que también las hay escritas en el corazón. Ignoro cuánto tiempo permanecen legibles, pero sé que merece la pena releerlas. Y tú sabrás ponerles música. 
De vez en cuando hay que dejar salir a los demonios, aunque solo sea una excusa para enredar en las cuerdas al diablo del rock.

jueves, 14 de noviembre de 2013

De barcos suicidas


Las gentes de la mar siempre han contado historias más o menos creíbles de lo que acontecía en la superficie y en las profundidades marinas. Historias de las que habían sido protagonistas directos, testigos privilegiados o que les había referido algún compañero de travesía, camarada hasta la muerte tras unos tragos en la taberna.
Las otras historias, ajenas a la ligereza de lenguas y mentes tuteladas por el alcohol o las creencias ancestrales, tenían su origen en la fantasía de escritores, relatores que en muchos casos no habían pisado la cubierta de un barco en su vida, cuya imaginación daba para surcar mares y océanos e incluso dar la vuelta al mundo en varias ocasiones sin necesidad de engarzar un arete en el lóbulo de la oreja.
Destinos exóticos y paradisiacos, kraken, piratas, contrabandistas, mercantes, veleros, portaaviones, submarinos, sirenas, tesoros, capitanes como Nemo o Garfio… y barcos hundidos en las profundidades o desaparecidos de forma misteriosa, barcos fantasma o barcos a la deriva; pero nunca supe de la existencia de barcos suicidas.
Ignoraba que había barcos que desobedecían a sus capitanes, las órdenes de tierra y cualquier indicación viniera de donde viniese para elegir su propio rumbo, precipitarse contra las rocas y verter toneladas de su contenido en el litoral.
Barcos que llegan hasta el final de la tierra para encontrar su propio fin y castigar a sus habitantes con un manto negro de destrucción, tejido por las parcas, por cosas inescrutables del destino, con oscuro y blando hilo.
Alrededor de 1.600 kilómetros de costa bañada por la marea negra, daños tasados en más de 4.000 millones de años y 11 años para descubrir la tendencia suicida en las naves.
 
[Las gentes del interior siempre han contado historias más o menos creíbles sobre un camino de hierro y el caballo que galopaba veloz a través de él.
Cuentan que uno de esos caballos de hierro, uno de los más veloces que se recuerda, desobedeciendo al maquinista, los modernos sistemas de control y cualquier indicación mecánica o humana viniera de donde viniese eligió su propio rumbo y se precipitó a más de 150 kilómetros/hora en una curva, causando la muerte a cerca de un centenar de viajeros.
Malditas máquinas. ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para confirmar la tendencia suicida de los ferrocarriles? ]

Foto: Imagen de un barco suicida (Con permiso de su autor, Xurxo Lobato, que la publicó en "El País, con el pie de foto, 'El petrolero mientras se hundía').

miércoles, 30 de mayo de 2012

Cuando mayo marcea


Los viejos del lugar cuentan a quienes quieran escucharles que cuando marzo mayea, mayo marcea. Una de esas verdades irrevocables cimentadas en la experiencia y en la sabiduría popular, lo que, obviamente, no le proporciona validez científica alguna, pero sí una aceptación universal.
Yo no dudo de ese marceo de mayo, incluso con independencia de que el mes de marzo no haya mayeado. Algunas veces, como en esta ocasión, es indiscutible por su evidencia, pero en otras, ese marceo no se aprecia en la superficie y discurre por zonas subcutáneas.
Es mayo un mes de colores y olores, floreado, y de suaves temperaturas, pero esconde bajo su piel, más allá de la climatología, corrientes de aire y agua que nos arrastran como muñecos inermes, laberintos y espirales de los que no se vislumbra escape o surcos que recorren la memoria y que atrapan o liberan los sueños.
Y alberga cárceles solitarias cuyas paredes se construyen con las hojas del calendario, muros perennes sustentados en los recuerdos e inmunes a la voz de las vuvuzelas, caprichosas herederas de aquellas otras trompetas de Jericó, que no consiguen demoler esos muros, ni siquiera resquebrajar el papel.
Es mayo quien aún mantiene presos a aquellos que vivieron el más marceado de los mayos, a los que simularon vivirlo y a esos otros que desearon vivirlo, a quienes aún escarban con sus propias manos de uñas agrietadas creyendo oír el sonido de las olas al romper en los adoquines, los que buscan bajo esos adoquines la arena de playa que les permita alcanzar el mar. Ese mar que hoy parece tan lejano, pero que hace cuatro décadas bañaba el subsuelo de París en las cabezas de los soñadores.
Y ahora, cuando otro mes de mayo llega a su ocaso, vuelven la mirada al pasado y dudan de si debieron renunciar al mes de abril. Frente a la certeza de que se anuncia junio, preámbulo del fuego del estío.

lunes, 11 de julio de 2011

El mar

En la provincia que habito no hay mar. Sólo un puñado de pantanos y un océano de tierra y olivos, cuyas crestas se blanquean con la escarcha y las brumas del amanecer. Tierra donde varan los barcos con espolones alegóricos de sueños inalcanzados. Donde no existe anclaje más profundo que las raíces de esos olivos.
Un océano sin orilla, apenas limitado por el asfalto de las carreteras que lo cruzan. Donde los castillos, construidos con piedras en lugar de arena, son islas. Promontorios desde los que se otea la vida.
El mismo océano pintado una y otra vez con óleos y palabras. El que en el estío, cuando los pasos y deseos de la multitud se encaminan al litoral en busca de ese otro mar, permanece impertérrito ante ese sol que agrieta la tierra y surca los troncos de los olivos.
Nunca podrá ser ese otro mar. Ni siquiera aspirar a ser la mar, destino y sueño de marineros; musa inagotable del poeta. Pero en este mar interior, donde el aire silba entre las ramas, nadar es volar.