En la provincia que habito no hay mar. Sólo un puñado de pantanos y un océano de tierra y olivos, cuyas crestas se blanquean con la escarcha y las brumas del amanecer. Tierra donde varan los barcos con espolones alegóricos de sueños inalcanzados. Donde no existe anclaje más profundo que las raíces de esos olivos.
Un océano sin orilla, apenas limitado por el asfalto de las carreteras que lo cruzan. Donde los castillos, construidos con piedras en lugar de arena, son islas. Promontorios desde los que se otea la vida.
El mismo océano pintado una y otra vez con óleos y palabras. El que en el estío, cuando los pasos y deseos de la multitud se encaminan al litoral en busca de ese otro mar, permanece impertérrito ante ese sol que agrieta la tierra y surca los troncos de los olivos.
Nunca podrá ser ese otro mar. Ni siquiera aspirar a ser la mar, destino y sueño de marineros; musa inagotable del poeta. Pero en este mar interior, donde el aire silba entre las ramas, nadar es volar.
Un océano sin orilla, apenas limitado por el asfalto de las carreteras que lo cruzan. Donde los castillos, construidos con piedras en lugar de arena, son islas. Promontorios desde los que se otea la vida.
El mismo océano pintado una y otra vez con óleos y palabras. El que en el estío, cuando los pasos y deseos de la multitud se encaminan al litoral en busca de ese otro mar, permanece impertérrito ante ese sol que agrieta la tierra y surca los troncos de los olivos.
Nunca podrá ser ese otro mar. Ni siquiera aspirar a ser la mar, destino y sueño de marineros; musa inagotable del poeta. Pero en este mar interior, donde el aire silba entre las ramas, nadar es volar.
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