
La solución improvisada es sencilla, basta con hacer un agujero en el marco de la puerta y el pestillo encuentra el espacio para cumplir con la función para la que está destinado. Mientras que su par queda expuesto a la soledad en el otro lado de la puerta, sin uso posible y por tanto, mostrando su inutilidad.
En el espacio que separa a ambos queda lugar para la elucubración sobre la profesionalidad o conocimientos de quien instaló este mecanismo de avanzada tecnología y sobre el talento de quien diseñó y transmitió las directrices para su instalación. Y queda la duda de saber si algún usuario se creyó capaz de correr el pestillo, preso de un talento oculto.
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