Había chicas que al calzarse por primera vez los zapatos de tacón de sus madres ya anunciaban que años después serían las reinas del barrio. Romperían más de un corazón y serían las protagonistas del sueño tórrido de los adolescentes.
Cuando se desarrollaban lo hacían antes que nosotros y para nuestra desgracia preferían a los chicos mayores, lo que complicaba aún más nuestras escasas posibilidades de éxito en la asignatura de seducción. Así que nos dedicábamos a suspirar por ellas y contemplarlas con ojos abiertos y una perenne expresión de bobos.
En nuestra defensa diré que nunca bajábamos la guardia y tampoco renunciamos nunca a aquella empresa que era la más importante de nuestras vidas y que consistía en arañar un exiguo botín de besos y caricias.
Soñábamos con ellas. Hasta que descubrimos a sus hermanas mayores. Un territorio vedado en el que apenas lográbamos colarnos con la mirada y que sin embargo se convirtió en el escenario ideal para nuestras fantasías. Seguíamos soñando con ellas, pero nos iniciamos en los placeres solitarios recreándonos en la anatomía de sus hermanas.
Claro que nos decían que era pecado. Y también que nos quedaríamos ciegos y mil disparates más. Y es cierto que existieron momentos de dudas sobre sí habría algo de verdad en alguna de aquellas predicciones. Pero no es menos cierto que el mayor temor respondía al nombre de fimosis y que el gran padre blanco no infundía miedo con su figura enjuta en blanco y negro atrapada en el televisor.
El verano fue siempre tiempo de deseo. La mejor época del año para un adolescente. Incluso hoy. Cuando nos quieren convencer de que la naturaleza ha sucumbido ante la convicción y de que esos jóvenes que inundan estos días las calles de nuestras ciudades son inmunes al deseo y sordos a la llamada de la carne.
Cuando se desarrollaban lo hacían antes que nosotros y para nuestra desgracia preferían a los chicos mayores, lo que complicaba aún más nuestras escasas posibilidades de éxito en la asignatura de seducción. Así que nos dedicábamos a suspirar por ellas y contemplarlas con ojos abiertos y una perenne expresión de bobos.
En nuestra defensa diré que nunca bajábamos la guardia y tampoco renunciamos nunca a aquella empresa que era la más importante de nuestras vidas y que consistía en arañar un exiguo botín de besos y caricias.
Soñábamos con ellas. Hasta que descubrimos a sus hermanas mayores. Un territorio vedado en el que apenas lográbamos colarnos con la mirada y que sin embargo se convirtió en el escenario ideal para nuestras fantasías. Seguíamos soñando con ellas, pero nos iniciamos en los placeres solitarios recreándonos en la anatomía de sus hermanas.
Claro que nos decían que era pecado. Y también que nos quedaríamos ciegos y mil disparates más. Y es cierto que existieron momentos de dudas sobre sí habría algo de verdad en alguna de aquellas predicciones. Pero no es menos cierto que el mayor temor respondía al nombre de fimosis y que el gran padre blanco no infundía miedo con su figura enjuta en blanco y negro atrapada en el televisor.
El verano fue siempre tiempo de deseo. La mejor época del año para un adolescente. Incluso hoy. Cuando nos quieren convencer de que la naturaleza ha sucumbido ante la convicción y de que esos jóvenes que inundan estos días las calles de nuestras ciudades son inmunes al deseo y sordos a la llamada de la carne.
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