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jueves, 6 de septiembre de 2018

Marineros

Ya no hay sirenas en el mar de los recuerdos. Y puede que tampoco en el de los anhelos. Apenas se perciben el eco de las risas de cristal, el brillo de unos ojos apagados y el suave aleteo sobre las crestas de las olas donde sobresalen escamas de plata en las que el sol espera encontrar su propio reflejo. 
El viento y la luna siguen siendo la esperanza de los marineros como preámbulo de un nuevo día; aquel en el que el mañana es clon del ayer. Y aún así nadie renuncia a otear el horizonte para poder escupir la palabra atrincherada en la garganta, aquella que no necesita traducción, aquella desgastada hasta en la imaginación y que sin embargo guarda el sonido de las mejores venturas ¡Tierra! 
Nadie pregunta dónde estamos. Porque todos o casi todos lo ignoran o probablemente porque eso sea lo de menos. Los pies están para hundirse en la arena. Y solo la mirada triste y esquiva delata al tritón, cuya única voz es el rugido de la caracola. 
Cuentan los viejos lobos de mar que aquel grito lo obedece el mar. Las olas se alzan y agitan los cascos de las naves iniciando un baile cuyo final no está escrito pero que relata el juego del cazador y su presa. Los marineros veteranos cruzan los dedos y miran primero al mar y luego al cielo para espantar las supersticiones que heredaron de sus mayores y que en muchos casos será el único legado a percibir por los que les precederán. 
La tierra es sinónimo de calma, aunque no sea más que una farsa, una máscara de miedos que diluye los antiguos miedos. Siempre el temor a lo que está por venir, siempre el presagio negro de lo que acontecerá. 
La costa es lo inmediato. Y la playa, la certeza. Lo demás se dirime entre cuentos de tabernas del puerto, la media sonrisa del grumete, el gesto adusto de los oficiales y las cejas arqueadas del marinero que siempre jura que será su último viaje. Los crédulos siempre suman adeptos. Y el incrédulo ni siquiera halla cobijo en el diario del náufrago. 
Siempre hubo otros pies que pisaron antes la arena. Siempre se glosó el triunfo de los miedos. Y siempre habrá quien a pesar del rugido de la caracola oiga el canto de las sirenas. Las risas de cristal, el brillo que da vida a los ojos y la estela en el agua que marca el camino de los que aún sueñan.

martes, 4 de septiembre de 2012

Sirenas

Daban testimonio algunos marineros de haber visto entre las aguas hermosas mujeres de largos cabellos y cola de pescado, cuya voz era una irresistible invitación a alcanzarlas. Con semejante historia despertaban la curiosidad y alimentaban los sueños en puertos y ciudades. Homero, Lampedusa y hasta los cuentos de niños contribuyeron a que perdurara la historia de aquellas hermosas mujeres, mitad humana, mitad de pez.
Hoy las sirenas colean en la noche. Apostadas en un rincón, cambiaron la cola de pescado por dos largas piernas y lanzan miradas de red. Reclaman la atención de tipos boqueantes como peces, pero ya no despiertan la curiosidad; aunque alimentan el deseo de los pescadores nocturnos, que atrapados en un suave aleteo de pestañas no son conscientes de haber transitado de depredador a presa.
Cada centímetro de su piel es el cebo que no necesita anzuelo para enganchar la pieza. Y su sonrisa es el preludio de un falso ritual de seducción, al que se presta entregado el amante del artificio, cuyo futuro no abarca más allá del instante.
Atemperan la voz para disfrazar la irresistibilidad de su canto y emular así al jugador de ventaja que esconde un naipe para torcer el destino. Conscientes de que al placer se puede llegar por atajos o dejándose llevar hasta el final.
También hay sirenas de ojos tristes, que sueñan con príncipes de papel. A sabiendas de que es un imposible y de que tan solo habitan en el recuerdo, esbozado con una mixtura de alegría y dolor.
Entre el deseo y el recuerdo, sin opción a elegir, boquean los peces surcando el mar. Y entre ellos y las sirenas siempre subyace el sueño de un gato.