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lunes, 7 de diciembre de 2020

La rueda

Escucho este 7 de diciembre al viejo Neil Young en un mundo sin esperanza que por el aprendizaje de siglos de supervivencia se aferra a la esperanza.
Nuestros gobernantes no gobiernan para dar respuesta a las necesidades de las personas, lo hacen para mantener prebendas, estatus y perpertuar unas reglas de juego tramposas, pero muy rentables para quienes manejan los hilos en la sombra o en la penumbra y cuyas migajas engordan las bolsas de sus peleles. 
El trabajo sigue siendo una forma de esclavitud, aunque las cadenas no se lleven en los tobillos y sean en ocasiones invisibles. Trabajamos para pagar…, los bienes inmuebles y muebles, aquello que hemos aceptado necesario, incluso imprescindible, y que contribuye al encadenamiento. 
En mi haber se incluyen los libros y discos, como el que suena en estos momentos. Y claro, la casa que habito, el coche estacionado en el aparcamiento, las facturas de luz, agua, teléfono, el presente y el futuro de los míos y el plato donde gira el disco. Pagamos. Y cuando dejamos de pagar algo, seguimos pagando otra cosa o comenzamos a gastar en una nueva. 
La rueda no deja de girar. La máquina está bien engrasada y no decae en su demanda. Aceptamos el envite y eso nos sitúa en uno de los puestos de la cadena, arriba, abajo, a mitad; en el fondo no tiene demasiada importancia, pero en la forma la diferencia es abismal. No es lo mismo estar debajo del puente que encima de él. 
Es el ‘disco perdido’ de Neil, “Never known to fail”. Aquellas canciones de los setenta que se editan ahora en 2020. Lo que convierte en relativo el concepto de pérdida. Aún así, no dudo de que estamos perdidos, de que no vivimos más que una ensoñación en la que nos creemos, sin justificación o explicación convincente, importantes; piezas fundamentales en este tránsito en el que no somos más que hojas mecidas por el viento, sin más trascendencia que aquella de la que somos capaces de idear y creer. 
Hoy hemos conocido que el viejo Bob ha vendido su catálogo, los derechos de su obra, por una cantidad que algunos cifran en 300 millones de dólares. A algunos les parece obsceno. No reparan en que son más de 600 obras creadas por Dylan, las creaciones de décadas. Y sin embargo, no discuten el precio del fichaje de un futbolista, hasta les parece que un traspaso de 100 millones se queda corto. Vivir para ver. O para pagar. 
La rueda seguirá girando. Igual que los discos en el plato. Pero hoy es uno de esos días en que da la sensación de que cada vez hay menos sitio debajo del puente.

jueves, 21 de marzo de 2019

Feliz no cumpleaños

Cada 21 de marzo se aviva el recuerdo. Pienso en ese primer brote de la primavera, el jaramago, cuando el invierno ya es eterno. 
Quedó atrás el decenio. A la ausencia física la suple la presencia en el recuerdo, la única manera probable de inmortalidad: vivir a través de la memoria del otro, de otros. 
El tiempo mitiga el dolor, atempera la pérdida pero no puede borrarla; se lleva el olor de la cera y condena a la oscuridad a la llama. No se prende, no se sopla, no se festeja. Se imponen la evocación y el silencio. 
Las lágrimas ya están secas, las heridas cerradas, pero siempre quedan las cicatrices; ciempiés reptando, arrastrándose, deslizándose por los surcos de la memoria. 
No hay vestigios del último baile. No queda nada de aquel polvo, aquella ceniza zarandeada por el viento. Las huellas en el aire se pierden antes de que calle la orquesta. 
Y a pesar de ello, frente a todos los pesares, conservo la certeza de tu existencia. La real, la edulcorada por el paso del tiempo, la imaginada… Una sola existencia contemplada a través del caleidoscopio agitado no ya por las manos sino por mi propia inercia. 
Poco importa donde se dibuja la frontera entre lo que fue y lo que ya no será. Seguimos cruzando los puentes del afecto a sabiendas de que hay palabras perdidas, rotas, hirientes y también algunas que nunca se pronunciaron, junto a aquellas que deseamos olvidar y a aquellas otras apenas suspiradas, casi muertas antes de nacer. 
Dicen que hoy se celebran en el mundo los versos. Se desempolvan los libros y los buscadores de internet para extraer un poema de tal o cual autor. 
¿Sabes lo que pienso, viejo? La muerte si es un poema. Y la vida su poesía. 
Feliz no cumpleaños.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Piedras en el corazón

Se puede reconocer o no, pero no conozco a quien no tenga cicatrices en el corazón. Y eso es una evidencia de haber perdido al menos una vez y de que esa pérdida dejó una huella más profunda de la deseada. Pero también es la prueba irrebatible de haber vivido y de estar vivo. 
Las cicatrices son testigos de heridas del pasado; algunas clausuradas, pero otras, frágiles líneas dibujadas en la piel expuestas a abrirse con la mera evocación de ese pasado o con un presente marcado por las reminiscencias. 
Y el corazón es una caprichosa caja. Un cofre de incierto fondo, que lo mismo alberga los restos del naufragio que la esperanza del náufrago. 

lunes, 31 de enero de 2011

Ausencias

Si dijera que la vida es un compendio de ausencias, probablemente alguien objetaría que en realidad es una suma de presencias. Lo que nos llevaría a debatir sobre la necesidad de que exista la presencia como paso previo a la aparición de la ausencia o si es la ausencia la que da paso como su antagonista a la presencia. Lo que no es discutible es la voluntariedad de algunas ausencias y la condición de inevitable de otras.
Las ausencias causan gozo o desolación; incluso en ocasiones incredulidad y perplejidad, porque no comprendemos la causa de algunas de esas ausencias. Por tanto, con el paso del tiempo llegamos incluso a creer que esa presencia no fue real; es decir, que la ausencia no se ha producido, o a convertir esa ausencia en una obsesión, haciéndola perdurar como presencia, pese a no ser tal.
En cualquier caso, la ausencia implica pérdida. Y esa pérdida puede ser motivo de desgarro o de alivio. En ocasiones, por nuestra propia naturaleza, ambas o una mezcla de las dos.
Desde ese conocimiento y sin renunciar a la consciencia podríamos elaborar una relación de ausencias deseables y presencias prescindibles o a la inversa. Descubriríamos que hay actos que no sobreviven más allá del deseo y que otros sólo demandan una acción individual o una suma de acciones individuales para su consecución. También que algunos no están a nuestro alcance. Son cosa de duendes. O intrínsecas a la vida.

martes, 27 de octubre de 2009

¿Para qué?

El sábado fui al cementerio. No es un sitio que me agrade demasiado, pero es cierto que allí se experimenta una sensación de paz, de tranquilidad, de relativo silencio.
No estuve demasiado tiempo. De hecho, permanecí allí apenas unos minutos porque era la hora de cerrar. Fui a llevarle unas flores a mi abuela. El viernes se cumplió un año justo de su ausencia. Fue la última en marcharse de una lista demasiado larga, al menos para mí, y condensada en un corto espacio de tiempo, de junio a octubre, que convirtió 2008 en un periodo de tiempo amargo.
El domingo estuve en el tanatorio. El padre de una amiga había claudicado ante su estado de salud y acudí a acompañarla en tan triste lance. Hacía justo un año que no había pisado aquel lugar; desde que fui a recoger las cenizas de mi abuela.
En poco tiempo había recogido tantas cenizas y había portado tantas urnas, que podía pasar con naturalidad por un empleado de una funeraria; pero no era más que otro damnificado por la pérdida. Consciente de que cada pérdida es como una amputación, y de que cada miembro amputado es irrecuperable.
Dicen que los que se van siguen viviendo en el corazón y en el recuerdo de los que nos quedamos; así que me temo que están condenados a una segunda marcha cuando se produzca la nuestra. Del mismo modo que la afección por la pérdida implica una búsqueda del equilibrio entre el corazón y el cerebro o lo que es lo mismo, nivelar la balanza de los sentimientos y la razón. Una tarea ardua porque el desequilibrio empuja a territorios inexplorados de nuestra propia existencia, a páramos inhóspitos en los que las ausencias traen el frío a los huesos, el paroxismo a los sentimientos y llevan a la razón al borde de la sinrazón.
Y no es fácil mantener la estabilidad cuando se anda sobre el alambre y no se tienen ni las condiciones, ni la capacidad del equilibrista, no ya para hacer piruetas en el aire, sino para caminar. Aunque sea sobre el alambre, y a sabiendas de que da igual caer o llegar al final del camino, porque el resultado es el mismo. Y porque no hay respuesta a la que probablemente sea una de las preguntas más antiguas de la humanidad ¿para qué?