viernes, 19 de febrero de 2010

Islas

Los ritmos de vida de las ciudades, en ocasiones vertiginosos, nos convierten en islas. Pedazos de tierra rodeados de agua en los que sólo habitamos nosotros.
Quizás exista el anhelo de la conversión en continentes o simplemente en istmos, la necesidad de renunciar a la insularidad. Puede que incluso se emitan señales con desesperación, columnas de humos que dibujan gritos ascendentes en el cielo o llantos desconsolados con destino al corazón.
Pero convertimos las islas en paraísos o infiernos. Algunas son auténticas fortalezas, donde casi es imposible el desembarco de una pequeña barca y en caso de que éste se produzca, de que la nave alcance la arena, es destruida sin piedad, igual que sus tripulantes. Otras sueñan con ser descubiertas, conquistadas, ubicadas en el mapa.
A veces las islas establecen comunicación, sin contacto físico, se agrupan y se convierten en archipiélagos; pero las lenguas de agua siguen prevaleciendo sobre las de carne encerradas en nuestras bocas. Y no hay mayor logro, ni se aspira a más, que las soledades compartidas.
En ese archipiélago se confunde la isla con el islote y al solitario con el que está solo. La falta de aspiración lleva al conformismo y modela la posibilidad de desaparecer bajo las aguas. Triste destino para una isla.

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