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miércoles, 22 de mayo de 2019

Un hombre "en el buen sentido de la palabra, bueno"

Hay personas que pasan por la vida como si tal cosa y hay otras que trascienden y de alguna manera se convierten en patrimonio de todos. A este último grupo pertenece, pertenecía, Antonio Tornero, reconocido machadiano y hombre, como escribiera el poeta, el otro Don Antonio, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. 
Conocí a Antonio Tornero allá por 2005 en Baeza. En realidad nos habíamos visto con anterioridad, pero fue a partir de aquella fecha cuando realmente comencé a conocerle, por ser un habitual en los actos celebrados en el Palacio de Jabalquinto, Sede Antonio Machado de Baeza (Jaén) de la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA), y por ser un referente cultural en la ciudad baezana.
Sabía que era fotógrafo y poco a poco fui descubriendo a un artista multifacético y a un hombre entrañable y gran conversador. Era ese tipo de persona del que se dice que es historia viva de un lugar. De esas personas que dotan de significado al sentido de pertenencia a una ciudad, a un espacio o a un grupo de amigos. De esas que suman y nunca restan y cuya generosidad superaba a cualquier desaire que recibiera; incluso uno tan doloroso como tener que exponer fuera de su ciudad por la apatía en la respuesta, que él, hombre sabio, percibió más que como demora como negativa. Y a pesar de esa espinita clavada no dejó de colaborar con cualquier iniciativa cultural para la que solicitaran su arte y su magisterio.
Con el paso del tiempo confraternicé con su hijo Cristóbal, gran fotógrafo como su padre, al que me unen amigos comunes, los desayunos en K'novas y por encima de todo, la pasión por la banda granadina de rock 091. 
La última vez que estuve con Antonio Tornero con tiempo para entablar una buena conversación fue en la exposición del pintor navero Juan Martínez en el Museo Provincial de Jaén. Se había desplazado hasta allí con los amigos Miguel Agudo y Ade Herrera. Quedamos en vernos otro día en Baeza para que me mostrara la exposición homenaje a Gaspar Becerra arrumbada en el local que albergaba el Club Unesco de Baeza en las Antiguas Escribanías; Club al que se debe entre otras cosas la recuperación para la ciudad de la Semana Machadiana. Una cita que ya no tendremos nunca por esas prisas en las que vivimos y nos movemos, que nos hacen no encontrar hueco para lo realmente importante. 
Lo volví a ver en varias ocasiones en Baeza; aunque es cierto que la última, tras un tiempo demasiado largo sin verlo, él mismo me confesó que andaba pachucho y salía poco. 
Nos deja a punto de alcanzar las nueve décadas y aún así, uno tiene la sensación de que se ha ido pronto. Quizás porque egoístamente deseamos que personas como Antonio Tornero no se vayan nunca. En realidad, no lo ha hecho, nos ha dicho adiós, pero lo que ha sido, su obra y su recuerdo se quedan con nosotros y seguirán impregnando las calles de Baeza. Igual que el otro Don Antonio.

sábado, 22 de julio de 2017

Para pensantes

Si alguien me preguntara para qué sirve un libro la primera respuesta sería que para leer. Una obviedad, dirán. Pero qué es leer en realidad; no lo duden, mucho más que reconocer las letras engarzadas en palabras, descifrar las palabras enhebradas en frases y comprender el significado de las frases sosteniendo versos o construyendo relatos. Leer es también compartir, soñar, viajar, disfrutar, vivir... 
Si alguien me preguntara qué es “Parapensares” le diría que es un libro para leer. Y también un libro para pensar y para reír. 
Es la última criatura de mi amigo Miguel Agudo. Poeta y ahora ‘parapensador’. La ha editado “La Isla de Siltolá” en su colección “Aforismos”. No tiene que ver con sus otras criaturas editadas por la misma editorial, “Amorexia” y “CUANDO HERODES LA TIERRA”, su ‘pequeño arlequín’ de portada inspirada en la primera edición de “Greguerías”, de Don Ramón Goméz de la Serna; aunque quizás existiera algo de premonición en esa inspiración ramoniana, porque el propio autor reconoce que sus ‘parapensares” son aforismos a modo de greguerías. 
Son puro entretenimiento, pero como ya he advertido no buscan solo la risa fácil, son además una invitación para despertar a la mente, una provocación para ver si duerme y es por tanto un caso perdido o por el contrario, comprobar que está viva y acepta el juego. 
Porque también se trata de eso, de enredarse en los pensamientos, en los guiños y en los giros de las palabras y recorrer el camino que propone su creador para llegar a un destino diferente al que señala el punto de partida. Esa senda que solo puede trazarse con talento y con un profundo sentido del humor. 
Para pensar, para reír y sobre todo, para leer.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Los libros son también para el verano

Las bicicletas son para el verano. Primero fue una obra de teatro escrita por Fernando Fernán Gómez. Después pasó a la gran pantalla con la dirección de Jaime Chávarri. Y ha acabado convirtiéndose en una frase recurrente cada verano. 
No lo dudo, pero ya he olvidado el tiempo que ha transcurrido desde la última vez que monté en bicicleta. De hecho, ni recuerdo si era verano o cualquier otra estación del año. Y la verdad, es que tampoco me parece importante. 
Acepto que las bicicletas son para el verano. Y estoy convencido de que comparten estación con los libros. El verano es tiempo de lectura. Lo que no quiere decir que el resto del año no lo sea. Pero el tiempo libre y esos días largos con más horas de luz invitan a sumergirse en un libro detrás de otro. 
Estaba atascado con la lectura de “La larga marcha”, de Rafael Chirbes, editado por Anagrama, hasta que llegó el verano. Le habían precedido “Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, también editado por Anagrama, que más que leído fue devorado, y “Cuando Herodes la tierra”, un ‘pequeño arlequín” del poeta amigo Miguel Agudo, editado por Siltolá Poesía. 
Y tras él llegaron “Tangerina”, la primera novela del periodista Javier Valenzuela, con edición de Martínez Roca; “Sueños sobre arenas movedizas”, primera novela del también amigo y periodista Juan Armenteros, editada por El ojo de Poe, y el poemario “República del aire”, del también amigo Joaquín Fabrellas, editado por La Isla de Siltolá. 
Me dejé encima de la mesa la última de Juan Marsé, “Esa puta tan distinguida”, editada por Lumen, y a la que he condenado a ser una lectura de otoño, que tampoco es mala época para leer. 
Un sacrificio relativo y cuya justificación se halla en el encuentro con una de esas joyas que publica Gallo Nero en su colección Piccola, a la que no pude resistirme, “Gotas de Sicilia”, de Andrea Camilleri, que administro en pequeñas dosis como si así pudiera evitar llegar a su fin. 
No pretendo epatar con esta lista, ni dármelas de nada, simplemente descubrí hace tiempo que el intercambio de listas de lectura es una invitación a leer y nos permite acceder a nuevas lecturas, en algunos casos de libros y autores desconocidos y en otros, conocidos, pero que ni siquiera nos habíamos planteado leer y el solo hecho de saber que lo lee alguien cuyo criterio tenemos en estima nos empuja a sus páginas. 
Y a fin de cuentas, la lectura sigue siendo una aventura, el punto de partida de un viaje y sin duda, la mejor escuela para la escritura. 
El verano es también una ocasión para perderse en las librerías de cualquier ciudad. Y sin prisa pasear frente a los estantes y mesas. Buscar esos libros que llevamos apuntados en la memoria, algunos desde tiempos pretéritos y que por unas causas u otras no hemos podido comprar; y dejar constancia sin disimulo de la euforia que nos produce toparnos con uno de esos volúmenes. Igual que descubrir libros cuya edición nos era desconocida o mantener una breve conversación con el librero sobre libros, autores y editoriales que siempre te lleva a nuevos descubrimientos. 
Los libros son contenidos y continente y las librerías, enormes cajas donde se guardan. A la espera de esa mano o esa mirada cómplice que los atrapa para llevarlos a otra caja donde siempre hallarán en mayor o menor medida a sus iguales y donde el verano o el invierno no son más que una anécdota.

martes, 24 de mayo de 2016

El 'pequeño arlequín'

Lo bueno de tener amigos poetas es que te abren las puertas de sus libros y te invitan a entrar. Te dejan que recorras las páginas y que invadas sus poemas sin ni siquiera esperar un gesto de aprobación, pero sin duda satisfechos por la mirada cómplice que no necesita adornarse con palabras. 
Los poetas tienden puentes de estrofas y de versos para comunicar esas islas que somos todos, porque todos en alguna ocasión nos hemos sentido como la tierra solitaria y abandonada, incluso perdida, rodeada por el océano. 
Miguel Agudo, poeta, me ha regalado uno de esos puentes. Un ‘pequeño arlequín’ para el ‘disfrute’ que proviene de una isla que no existe, un islote de poesía llamado Siltolá. O tal vez sí exista, porque las islas no solo se encuentran en océanos y mares, también las hay en los mapas de la imaginación y como no, está la propia Siltolá que estos libros de poesía han convertido más que en isla en un archipiélago de letras, al que se llega por caminos de tierra y agua y a través de puentes siempre expuestos a desvanecerse y ser engullidos por el pensamiento. 
“CUANDO HERODES LA TIERRA” es el primer poemario publicado por Miguel Agudo, galardonado con un “Accésit del primer ‘Premio Fundación ECOEM de Poesía’, que descubrió la luz un 23 de abril de 2009, “con cubierta inspirada en la primera edición de las ‘Greguerías’ de Ramón Gómez de la Serna”. 
No es este ‘pequeño arlequín’ un puente nuevo y por tanto desconocido para mí, porque ya tuve la ocasión de recorrer el camino en “Amorexia”, otro poemario de Miguel, publicado también por La Isla de Siltolá, en su colección TIERRA, en 2014. 
Y además pude adentrarme en sus “Imágenes en cursiva” de su “Pliego de la Visión”, publicado en julio de 2015 por Grafi-Grau. Un puente de poesía visual que inevitablemente conduce a la sonrisa, que de alguna manera debe ser un preámbulo a la isla de la felicidad; esa tierra que solo se habita un instante pero cuyo recuerdo llevamos siempre con nosotros. 
Me detengo en el último poema de “CUANDO HERODES LA TIERRA”, ‘Qué heredaremos’, dedicado a la poeta polaca Wislawa Szymborska, y en su último verso “… todo menos la tierra”. 
Prosigamos pues tendiendo puentes.

sábado, 14 de febrero de 2015

Elogio de la locura

No hay cura para la ensoñación más allá de darse de bruces con la realidad. Y aún así, en ocasiones, la realidad no es más que otra ensoñación. Hay un lugar en el cual no hay línea divisoria apreciable que separe ese mundo irreal del real, aunque es posible que haya un espacio para la intersección, donde ambos mundos confluyen en un territorio que indiscutiblemente podría ser de lucidez.
En todo elogio a la locura hay sin duda una evocación a Erasmo, pero en lo referente a la poesía yo hallo la referencia en Panero. Ahora de nuevo me sumerjo en unos versos de Elogio de la locura, en el poemario “Amorexia”, de Miguel Agudo Orozco, y alzo la vista sin esperanza de ver, pero buscando esa manada de penas paciendo en el preámbulo del abismo.
Conocí a Panero en un psiquiátrico de Las Palmas sin saber que era Panero. Tuve con él una breve conversación en la que él preguntaba y respondía, hasta que el alboroto causado por dos hermanos hospedados en el mismo centro nos interrumpió, provocó su marcha y la ruptura abrupta de aquel monólogo disfrazado de conversación.
Una enfermera me rescató de mi ensimismamiento. Me contó la historia de aquellos dos hermanos, pero me mantuvo en la oscuridad respecto al poeta. Tiempo más tarde, ya en Madrid, las páginas de un diario me revelaron la identidad de aquel locuaz compañero de pasillo.
Es curioso, porque pensé que Panero estaba allí de visita como yo. Y sin embargo, años más tarde, en Jaén, al conocer en la parada del autobús a otro poeta, Manuel Lombardo, creí que era un loco del centro hospitalario de enfrente. En este caso la conversación fue diálogo y durante la misma se presentó y quedó aclarado el equívoco y evidenciado mi ojo clínico en la materia.
Así que desde entonces evito hacer diagnóstico alguno y si alguien se interesa por mi estado mental, siempre tengo la excusa de que nací en febrero. 

"Cuando ya nada puede hacerse,/ se puede/ perder la cabeza,/ la esperanza,/ encontrarla,/ esconderla y contar hasta cien,/ mirar hacia otro lado/ del abismo,/...". Elogio de la locura, "Amorexia" (2014), Miguel Agudo Orozco.