Era una tarde de mayo. Como cualquier otra tarde, la del día anterior, la del día siguiente, la del mes pasado, la del mes que viene o las del año pasado o el anterior. Hasta que la madre tierra rugió. Entre las seis y las siete. La naturaleza resquebrajó la vasija de nuestra inmunidad, aquella donde creíamos a resguardo y empequeñecidos los miedos propios y extraños. Y esa tarde dejó de ser una más, y ese día se convierte en un 11 de mayo de 2011 que quedará marcado en las páginas de nuestra historia.
La globalización también era esto: descubrirse en el otro, en el contemplado como diferente. Y las mismas nuevas tecnologías que nos permitían desde nuestro universo abrir ventanas desde la televisión, el ordenador o el móvil al resto del mundo, nos sitúan ahora al otro lado del cristal. Lorca, un pequeño pueblo murciando desconocido para el resto del mundo, es hoy para ese resto del mundo aquel lugar lejano donde ocurren catástrofes que nunca pasan en nuestro hábitat.
Sucedió también otro 11-M, aquel once de marzo madrileño en que descubrimos nuestra vulnerabilidad. Cuando la masacre provocada por los fanáticos abandonó las ventanas tecnológicas, su apariencia virtual, para hacerse tangible entre nosotros. Nos despojó de nuestras convicciones de fortaleza y seguridad y quedamos desnudos, mostrando temores y fragilidad.
De repente, aquellos escenarios de ciudades derruidas, de humo y sangre dejan de estar distantes en kilómetros. Lo exótico deja paso a lo habitual. Las piedras desprendidas y agrietadas son nuestras piedras y los trenes de hierros retorcidos son nuestros trenes.
No somos inmunes. Nunca lo fuimos. Sólo mirábamos con la perspectiva errada.
La globalización también era esto: descubrirse en el otro, en el contemplado como diferente. Y las mismas nuevas tecnologías que nos permitían desde nuestro universo abrir ventanas desde la televisión, el ordenador o el móvil al resto del mundo, nos sitúan ahora al otro lado del cristal. Lorca, un pequeño pueblo murciando desconocido para el resto del mundo, es hoy para ese resto del mundo aquel lugar lejano donde ocurren catástrofes que nunca pasan en nuestro hábitat.
Sucedió también otro 11-M, aquel once de marzo madrileño en que descubrimos nuestra vulnerabilidad. Cuando la masacre provocada por los fanáticos abandonó las ventanas tecnológicas, su apariencia virtual, para hacerse tangible entre nosotros. Nos despojó de nuestras convicciones de fortaleza y seguridad y quedamos desnudos, mostrando temores y fragilidad.
De repente, aquellos escenarios de ciudades derruidas, de humo y sangre dejan de estar distantes en kilómetros. Lo exótico deja paso a lo habitual. Las piedras desprendidas y agrietadas son nuestras piedras y los trenes de hierros retorcidos son nuestros trenes.
No somos inmunes. Nunca lo fuimos. Sólo mirábamos con la perspectiva errada.
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