El
corazón que no entiende de cercanías está condenado a ser cárcel para una sola
presa. La ausencia de libertad lo convierte en la más cerrada de las mazmorras,
donde no penetra la luz. Y esa falta de luz conduce irremediablemente a la
ceguera.
Por
eso hay quien construye fortalezas con recuerdos de piedra o quien habita en la
nada para carecer de alrededores.
Partidarios
de la máscara y asiduos de la mirada distante, esa que sólo contribuye a la
confusión de los interlocutores entre parapeto y arrogancia. Desconocedores de
que no hay distancia insalvable para los que caminan como muertos en vida, quienes
para evitar el yerro o la diáspora recorren una y otra vez el mismo camino y no
saben si acortan o alargan su vida. Pura insignificancia.
Afrontar
con naturalidad la ceguera o el temor empuja a otros a poblar las afueras del
corazón. Tierra de nadie donde esconden su vulnerabilidad, faltos de abrigo
pero imbuidos de la falsa creencia de hallarse protegidos. Y aunque no rehúyen el
contacto, sólo contemplan la búsqueda de otros labios para sellarlos y garantizar
así el silencio; el engaño con el que revisten la verdad que no quieren oír y
de la que se ocultan sin lograr esquivarla.
En
las afueras del corazón siempre se imponen los nones a los pares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario