Quizás
el responsable fue un poeta con nostalgia de la primavera y adicto a las metáforas.
Quizás es el resultado de un momento de inspiración del impávido ante el folio
con unos garabatos y la mirada perdida evocando a la musa. Tal vez el fluir
natural para el buscador de palabras que no alza la voz y cuyas composiciones
son reflejo del mundo que contempla. O incluso la imagen creada por un
publicista avispado que el tiempo y el uso transformaron en dogma.
Lo
cierto es que pocos serán los que no identifican, casi con espontaneidad, el
invierno con el proceso final de la vida. Y es esa equiparación la que devasta
la belleza de la estación, asociando el cielo gris a estados negativos del
ánimo o calificando como día malo aquel en que llueve, nieva o sopla el viento.
Como
si el sol del invierno estuviera en deuda con el rayo que baña las hojas caídas
del otoño y su poso en la piel fuera la limosna de la primavera o el estío. O
como si un paisaje blanqueado por la nieve tuviera que competir con los campos
de trigo o los parterres floridos.
Incluso
admitiendo esa equiparación de estación invernal con la última, o penúltima,
estación vital, no estaría de más sentarse junto al fuego, seguir con los ojos
las llamas, disfrutar de una copa de vino o de brandy y a ser posible, hacerlo
en compañía.
Y
tampoco estaría de más recordar que el viento frío en la cara o las gotas de
lluvia nos recuerdan que estamos vivos o que exhalar el vaho es la mejor forma
de gritar sin necesidad de ser oídos.
A
las puertas del invierno, cuando vivimos preámbulos de aguas bravas que inundan
campos y ciudades, es reconfortante pensar que no hay menoscabo del tiempo pasado
y no caben ataduras para el tiempo venidero.
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