Salgo
a la calle y contemplo el cielo, deseando no ver como un ángel con las alas de
la desesperación se estrella contra la conciencia. Trato de comprender cómo se
llega hasta ese punto en que ya no hay límite y el vacío es solución y destino.
Y vuelvo a mirar al cielo, con ira; detestando a los mercaderes que prometen el
sueño de Ícaro y fabrican alas sin futuro cargadas de plomo.
Pienso
en los embaucadores que ahora pisan alfombras y se dejan caer en cómodos sitiales.
Aquellos que renunciaron a los sueños y cambiaron las alas por un viaje en
primera clase en líneas comerciales o en jets privados.
Oradores
de manual que fingen conmoción ante el desgarro colectivo y pisan con firmeza
el suelo como si comprobaran que permanece bajo sus pies, conocedores de que sigue
ahí y de que continuará inamovible mientras las lágrimas emborronen las mentes
ajenas.
Ojeo
los restos del siniestro y descubro que las bajas son inadmisibles incluso
cuando no superan la unidad. Pero no hay engaño posible y a esa primera se
suman otras, que se convierten en coartada de los legisladores de medias tintas
y en réquiem de quienes confeccionan banderas con palabras nítidas y las izan
en mitad de la nada en que se han convertido plazas y calles.
Nuevos
aleteos interrumpen mis pasos. Estridentes como trompetas que anuncian la
llegada del general victorioso, cuya gloria se cimenta en la sangre de
vencedores y vencidos. Miro al cielo en busca de hilos visibles que sostengan
el vuelo de esos ángeles con las alas de la desesperación y sólo logro
vislumbrar el resplandor del filo de unas tijeras que aceleran la caída.
Perfiles de acero que dibujan sombras de rutina para distraer la conciencia.
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