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martes, 29 de octubre de 2013

Diez años de ausencia



Siempre retornamos. Como el asesino a la escena del crimen o las aves en estío. Volvemos a lo conocido, a lo que nos es familiar. Y uno de esos regresos para mí es ineludiblemente Manuel Vázquez Montalbán.
Se cumplen ahora 10 años de su ausencia y coincidiendo con tal efemérides la Revista Mercurio dedica el cuerpo principal de su número de noviembre al escritor barcelonés, con artículos de su hijo, Daniel Vázquez Sallés, Maruja Torres, Lorenzo Silva y Manuel Rico. Imagino que no será el único homenaje que reciba con motivo de ese decenio.
A veces creo que retornamos porque en el fondo nunca nos fuimos. Como si estableciéramos un vínculo invisible, pero férreo, que nos ancla a lugares, personas, objetos…
Vázquez Montalbán se despidió desde la lejanía, en el aeropuerto de esa Tailandia de sus pájaros. Nos privó del análisis de la actualidad en sus columnas de prensa, las últimas en El País (del que creo que como tantos otros, ante la deriva del diario, se habría marchado para arribar a otros puertos de papel o digitales de compromiso y libertad); precedidas por otras, como sus colaboraciones en Triunfo, bajo la firma de Sixto Cámara, que leí con años de retraso. Y pienso en lo que escribiría ahora y lo que diría de estos otros pájaros más cercanos que sobrevuelan nuestras cabezas, aleteando para avanzar hacia atrás.
Muertos él y Carvalho, desaparecido Biscúter, nos queda el refugio en las páginas ya escritas, en las obras que no perecen y que de algún modo prolongan la existencia del autor y dotan a sus personajes de la capacidad de resurrección a través de la relectura.
Si a Bogart y a la Bergman siempre les quedará París, aquella ciudad perdida y recuperada en las arenas del Magreb, a mí siempre me quedará la Barcelona de papel, aquella que pervive en la literatura de Juan Marsé, de Eduardo Mendoza y por supuesto, de Vázquez Montalbán.
Me quedará una rareza como el relato “El matarife”, que iniciaba a mediados de los 80 la colección ‘Textos tímidos’, de ediciones Almarabu; 3 clásicos para periodistas como “Informe sobre la información”, “Historia y comunicación social” y “El libro gris de la TVE”, y siempre, la novela “El pianista”; Barcelona y París, Rosell y Doria, el éxito y el fracaso, lo antagónico y lo complementario.
Y conservaré en el recuerdo su anécdota de cruzar siempre de acera, para evitar pasar por la puerta de aquella comisaría de Vía Laietana.
Comunista, sin miedos ni vergüenzas, desprovisto de cuernos y rabo, y que se sepa hasta la fecha, de parentesco con el diablo; republicano y amante y gran gourmet de los placeres de la vida.
Como añoro su lucidez e ironía en estos momentos de superpoblación, con perdón, para honrar la denominación de su manifiesto. 


Foto.- Casa Leopoldo (Barcelona), mayo 1997. De izquierda a derecha: Maruja Torres, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. (Foto Artur Lleó). Tomada del blog http://www.vespito.net/

miércoles, 19 de agosto de 2009

Corresponsales de guerra

Conocí a Julio Anguita Parrado en la Universidad. Era más joven que yo y estaba unos cursos, no recuerdo si uno o dos, por debajo de mí. Me lo presentó una chica de Valencia, compañera suya de clase, que era a quien realmente yo conocía. Así que durante una época nos vimos con relativa frecuencia, tanto en la facultad como en mi propia casa.
Años más tarde, en la década de los noventa y por motivos de trabajo, conocí a su padre, Julio Anguita. Ya había perdido contacto con Julio A. Parrado, porque terminé antes que él los estudios y entre otras cosas, abandoné mi ciudad, Madrid, y vine al Sur. Es cierto que sabía que Julio estaba trabajando en El Mundo, porque alguien me lo había comentado y porque había visto su firma, y su propio padre me lo corroboró.
Me alegré por él cuando supe que cubriría la guerra de Irak para el periódico. Leí sus crónicas, como las de tantos otros como Julio Fuentes, que ya tampoco escribirá. Lamento que muriera en una de esas malditas guerras de los canallas que las hacen.
Nunca lo volví a ver. El Miércoles Santo de 2003 asistí a su funeral, multitudinario, en Alcolea (Córdoba). Demasiado joven para morir.
También recuerdo el asesinato de Juantxu Rodríguez en Panamá. Yo ya había inoculado el veneno de Don Mariano y me atreví a enviarle una carta con Otra crónica de navidad a Maruja Torres a la redacción de El País. Era diciembre de 1989. No es que importe mucho, pero casi 20 años más tarde no sé si le habrá llegado. Y como no, recuerdo a José Couso.
De los 8 fallecidos (periodistas, cámaras, fotógrafos) en el exterior sólo conocía a Julio Anguita Parrado. Así que ante cada noticia de una nueva desgracia en el exterior inevitablemente pienso en él. El otro día cuando me enteré de lo del fotógrafo Morenatti en Afganistán también. Ha perdido un pie, pero conserva su mirada para que podamos seguir viendo a través de ella. Me alegro de que siga entre nosotros.
Dice Ramón Lobo (por cierto, no dejen de leer sus Cuadernos de Kabul en elpais.com) que un corresponsal de guerra sólo tiene 3 maneras de hacer su trabajo: por libre, empotrado con un ejército combatiente (generalmente el estadounidense o el británico) o desde la habitación del hotel, con un whisky on the rock en la mano y viendo varios canales de televisión.
Lobo, hay una cuarta; la del periodista en la redacción, leyendo teletipos, titulando noticias de otros y cortando el texto para ajustarlo al espacio asignado en la página. Sí, ya sé que ese periodista no es un corresponsal de guerra. Probablemente sea un joven periodista que sueña con serlo. Uno de tantos con esa idea romántica y aventurera del periodista desplazado a la zona del conflicto, tan estereotipada y edulcorada por el cine y la literatura.
Pero también hay otros periodistas que no sueñan con ser corresponsales de guerra. Y sin embargo, reconocen el periodismo puro, el buen periodismo, en esas crónicas (como las de los Cuadernos de Kabul) y ven a través de los ojos y de las palabras de esos periodistas en zonas de riesgo. Ven y leen crónicas en las que no priman declaraciones vacías de responsables políticos y en las que aparentemente hay libertad para contar lo que se cuenta. Crónicas en las que lo cotidiano es noticia.
Ese periodismo, aparentemente sin peajes, servidumbres y presiones, es una rara avis, por la que a veces se paga un precio muy alto y del que sólo nos acordamos cuando las balas o la metralla alcanzan a uno de los nuestros. Entonces, algunos caen en la tentación de confundirlos con héroes y olvidan que sólo son personas que hacen su trabajo de la mejor manera posible. Aún así, cuando los matan o los hieren, a mí me provocan las lágrimas del corazón, lágrimas que no se ven ni se secan, porque son el llanto de una vida. De modo que Lobo, Gervasio, Ayestarán y el resto, cuidaos, que tenéis que volver para seguir contándolo.