sábado, 30 de marzo de 2019

El Darymelia, mi Cinema Paradiso

La otra noche volví a ver “Cinema Paradiso”, ese homenaje al cine de Giuseppe Tornatore. Hacía muchos años que no la veía, de hecho había cometido el imperdonable error de no acordarme de la maravillosa escena final. 
Dicen que hay cosas que no se olvidan como montar en bicicleta. No lo dudo, pero conviene subirse de vez en cuando a una bicicleta para comprobarlo. 
Yo no he olvidado el cine. De hecho sigo viendo muchas y variadas películas, tanto en pantalla grande como en la televisión. Aún así, “Cinema Paradiso” me ha vuelto a emocionar y me ha recordado porque amamos el cine. Me ha devuelto ese momento mágico en el que se apagan las luces y la pantalla adquiere vida para contarte una historia con imágenes como aquellas viejas historias que iban de boca en boca. Y me ha evocado aquel blanco y negro que lograba el espejismo de hacernos soñar en color. 
Escribía Francisco Umbral que “Cinema Paradiso es una autobiografía modesta y sentida, donde el cine se explica a sí mismo como no lo había hecho nunca, hasta dar con el hallazgo admirable y final de que el cine, creador de la luz, se quede ciego”. 
Y añadía que “Europa cultiva un cine intimista como el de esta película, porque en Europa todos se conocen y en esa metáfora de Europa que es un pueblo también tienden a conocerse”. 
El intimismo es una vía a la reflexión y el conocimiento implica cercanía. Quizás en la vieja Europa siempre hemos sido más de buscar las respuestas en el interior que de exhibiciones grandilocuentes a la par que vacuas. Aunque de todo hay. 
“Cinema Paradiso” nos devuelve a todos en alguna medida a la infancia. A los cines de verano y de barrio, a las películas de aventuras con pistolas y espadas, a lejanos y exóticos escenarios…, a un espacio que nos eran común y en el que no había ni distancia ni diferencias entre unos y otros. 
A mí me devuelve a Juan, mi particular Alfredo interpretado en la cinta por Philippe Noiret. No sabía muy bien a qué se dedicaba, pero recuerdo que me llevo una vez al cine Darymelia, ubicado junto a la casa de mi abuela y de mi padre en Jaén. Era una mañana y el cine estaba cerrado. Fue la primera vez que lo vi así y me pareció más grande aún. Pasé por detrás del escenario y atravesamos un pasillo y subimos una escalera hasta la sala de proyección, donde estaba aquella máquina fascinante con los rollos donde se colocaban las bobinas y donde había varias latas redondas y enormes en las que se guardaban las películas. 
Pero lo que más me gustó fue cuando me llevó a otra habitación y empezó a enseñarme los carteles de las películas que se iban a proyectar en los próximos meses y sobre todo aquellos pequeños cartones con escenas de las películas que se colocaban en el exterior del cine para captar la atención de los futuros espectadores. 
A esa primera vez siguieron muchas más. Algunos domingos o festivos por la mañana mi abuela le decía a Juan, anda llévatelo un rato. Y ese era el principio de un viaje que luego culminaba con la visión de la película, días, semanas o meses más tarde. 
Fue una época única e inolvidable. Cada vez que veo un antiguo cartel de cine o lo tengo entre las manos recuerdo a Juan. Es cierto que ahora los carteles no me parecen aquella gran sabana a color que me cubría hasta los pies. Y no es menos cierto que probablemente nunca le agradecí lo suficiente haberle abierto aquella puerta maravillosa a un niño de unos 8 años. Mi abuela me llevaba al Darymelia, al Lis Palace y al Rosales. Y mi padre al Auditorio y a la Plaza de Toros. Ellos y Juan me hicieron amar el cine. Y “Cinema Paradiso” me ha hecho recordarlo y sentirlo de nuevo.

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