Permanece
el anhelo del retorno a las alamedas, por donde no solo irrumpe libre la brisa.
Pero cada 11 de septiembre, la pesadilla vuelve. Y retumba el eco de “las voces
acalladas, los miedos y los gritos”. Dura un instante, pero ¿cuál es la
duración de un instante?; y de nuevo, La Moneda gira para mostrar el rostro de
la traición y los tahúres armados, estandartes de la ignominia, pisan las
calles marcando con las botas los pasos del vals de la muerte. Entre baile y
baile podaron las alamedas aullando la vieja consigna hueca de ¡Muera la
inteligencia! Y buscando como atrapar la brisa para forjar cadenas.
La
ciudad, el país, Chile, eran un salón de baile donde sonaba incesante aquel vals de la
muerte: tortura, desapariciones, aniquilación, represión… y aun así, aunque
forzaron a bailar al soñador, al poeta y al cantautor, no lograron apagar sus
voces y las palabras de Salvador Allende, de Pablo Neruda, de Víctor Jara y tantos otros, fueron las mejores brújulas para volver a las alamedas.
Pero
apenas quedaban unos árboles y algún pequeño arbusto. Las grandes alamedas se
habían instalado en el corazón y en el territorio de los sueños. Todavía hoy
siguen siendo el bulevar deseado para el paseo de los hombres y mujeres
libres.
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