Me
gustan los perdedores porque no hallo en ellos impostura. Y siento enorme
respeto por aquellos a los que aún quedan fuerzas para volver a levantarse
cuando la vida se empeña una y otra vez en arrojarlos al suelo. Aquellos que
aprietan los dientes y clavan la mirada, quizás buscando un punto al que asirse
o quizás esperando la bocanada de aire que les dé un respiro, el aliento
necesario para ponerse en pie.
Acarrean
sobre sus espaldas un amplio catálogo de pesares y reveses, las cicatrices de
los innumerables obstáculos que la vida situó ante ellos; los mismos que no
pudieron esquivar y cuyo impacto, además de la marca, demandó el
correspondiente pago. Un peaje en ocasiones más elevado que el exigido para
franquear la puerta del éxito.
Mezclan
obstinación y una dosis de esperanza para continuar, cuando lo más fácil y
cómodo sería tirar la toalla y permanecer tumbados en el suelo, abiertos los
ojos, esperando ver las estrellas y con el sueño perenne de alcanzarlas.
Pero
no. Caen, se levantan, vuelven a caer y vuelven a levantarse. Como si tuvieran
un resorte que les impulsa, con más o menos energía, a emerger. Siempre
apretando los dientes, cerrando los puños y clavando en el vacío la mirada.
No
hay voluntarios para portar el estigma del perdedor. Pero tampoco existe la
posibilidad de elegir. Desde niños se fija la línea del triunfo y aquellos que
no la alcanzan, en mayor o menor medida, por más o menos tiempo, reciben la
etiqueta de perdedores. Para algunos se convierte en inseparable compañera durante
su periplo vital y para otros es la patria recurrente que visitan aquellos que
buscan humillarles.
Adoctrinados
para competir, nunca existió la pausa necesaria para aprender a perder. Lógico,
el vértigo dejó también en el olvido las lecciones para los ganadores.
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