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lunes, 23 de septiembre de 2013

Aprender a perder

Me gustan los perdedores porque no hallo en ellos impostura. Y siento enorme respeto por aquellos a los que aún quedan fuerzas para volver a levantarse cuando la vida se empeña una y otra vez en arrojarlos al suelo. Aquellos que aprietan los dientes y clavan la mirada, quizás buscando un punto al que asirse o quizás esperando la bocanada de aire que les dé un respiro, el aliento necesario para ponerse en pie.
Acarrean sobre sus espaldas un amplio catálogo de pesares y reveses, las cicatrices de los innumerables obstáculos que la vida situó ante ellos; los mismos que no pudieron esquivar y cuyo impacto, además de la marca, demandó el correspondiente pago. Un peaje en ocasiones más elevado que el exigido para franquear la puerta del éxito.
Mezclan obstinación y una dosis de esperanza para continuar, cuando lo más fácil y cómodo sería tirar la toalla y permanecer tumbados en el suelo, abiertos los ojos, esperando ver las estrellas y con el sueño perenne de alcanzarlas.
Pero no. Caen, se levantan, vuelven a caer y vuelven a levantarse. Como si tuvieran un resorte que les impulsa, con más o menos energía, a emerger. Siempre apretando los dientes, cerrando los puños y clavando en el vacío la mirada.
No hay voluntarios para portar el estigma del perdedor. Pero tampoco existe la posibilidad de elegir. Desde niños se fija la línea del triunfo y aquellos que no la alcanzan, en mayor o menor medida, por más o menos tiempo, reciben la etiqueta de perdedores. Para algunos se convierte en inseparable compañera durante su periplo vital y para otros es la patria recurrente que visitan aquellos que buscan humillarles.
Adoctrinados para competir, nunca existió la pausa necesaria para aprender a perder. Lógico, el vértigo dejó también en el olvido las lecciones para los ganadores.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Espejismos

Descubro no sin cierta sorpresa que en los malos tiempos nadie está exento de necesitar un refugio, como el oasis en mitad del desierto. Y me asaltan dudas sobre si ese oasis no es más que un espejismo, una ilusión que al acercarse se desvanece y sólo muestra un ilimitado horizonte de arena.
También me surgen dudas sobre si los espejismos son ilusiones o deseos o una mezcla de ambos, que al esfumarse provocan una frustración y llevan la decepción a aquellos que fueron presa de la visión.
Los reveses, en opinión de muchos, son positivos porque ayudan a “forjar el carácter”, aunque imagino que es la opinión de aquellos que no distinguen el latido del corazón del tic-tac del reloj; los que hablan de oídas y repiten como papagayos las mismas frases hechas y carentes de sentido que han acompañado sus vidas, como un automatismo similar al que hace funcionar ese reloj.
Entiendo que los reveses, casi por su propia naturaleza, son en su mayoría inevitables y no discuto que incluso alguno pueda ser un escalón hacia algo positivo. Lo que no impide que en el momento en que se producen sean algo negativo, una auténtica fatalidad. Y que por tanto, lejos de forjar el carácter contribuyan a mermarlo y en ocasiones, sean la alfombra de recepción al abatimiento para aquellas personas víctimas del revés.
Quiero pensar que la búsqueda de un refugio en esos malos momentos tiene que ver con la esperanza; con la necesidad de una mano amiga, de una palabra de consuelo y de afectos tangibles, pero por encima de eso, con el anhelo de hallar la luz y con la convicción de que el salto al abismo es el peor de esos malos momentos. Y quiero pensar que esa búsqueda responde también al empeño de encontrar el sitio en el rompecabezas de la vida.
Nadie aspira a ser una decepción o a provocar la frustración en el prójimo, aunque es posible que la capacidad o la oportunidad de decepcionar estén revestidas con la piel de lo inevitable. Y que en la creación involuntaria de espejismos, la inconsciencia sea el mejor adorno para esa piel.