viernes, 7 de octubre de 2016

El Callejón de los Dientes

Es sabido que como gato me gustan los callejones más que los palacios. Aunque no desdeñe de vez en cuando la visita a algunos de estos últimos. Pero si me dan a elegir prefiero deambular por los callejones, en la mayoría de las ocasiones sin rumbo, sin prisa, dejando que el sol me acaricie el lomo y cuando amenaza con abrasarme refugiarme en la sombra. 
Conozco pues muchos callejones en distintas ciudades y pueblos. Otros por los que nunca he deambulado me han llamado la atención por su nombre, por su ubicación, por sus construcciones, su trazado o cualquier otra característica. 
Ese es el caso del Callejón de los Dientes en Baeza. Había pasado muchas veces por el acceso más cercano a la iglesia de Santa Cruz y siempre me había quedado mirando el nombre y esbozando una mueca, puede que media sonrisa. Pero nunca me había aventurado por su interior. 
Hasta el jueves, cuando junto a dos compañeros lo recorrimos de principio a fin para atajar. Muere en la Plaza Santa Clara, porque a diferencia de los callejones cubanos, que son ciegos, este Callejón de los Dientes, como muchos otros en España, tienen dos accesos, que se usan indistintamente como entrada o salida dependiendo de la dirección a la que el caminante dirige sus pasos. 
Llama la atención por su nombre. No solo a mí, a cualquiera que pase por alguno de sus extremos y contemple la placa con su denominación. De hecho recuerdo que durante el Congreso conmemorativo del centenario de la llegada de Antonio Machado a Baeza, el ya desaparecido Manuel Urbano, tras un paseo por el casco histórico, dedicó un artículo a este callejón en Diario JAÉN.
Como buen callejón, el de los Dientes es estrecho y cuenta con una leve pendiente, casas de piedra o de paredes encaladas y hasta dibuja en su trazado un breve zigzag. 
Desconozco cuál es el origen de su nombre, pero me hizo recordar la Calle del Marfil en el centro de Madrid, tiempo después denominada Calle Pérez Galdós, y que recibía su nombre porque en ella vivían varios sacamuelas que tras prestar sus servicios arrojaban la pieza extraída a una corriente de agua que atravesaba la vía. Habría que depositar muchos dientes y muelas para cubrir aquel lecho de agua y transformar aquella calle en un manto blanco y brillante de marfil, de modo que supongo que sería más bien una escena grotesca donde los dientes desprovistos de bocas y maxilares y privados de la capacidad de morder salpicarían como guijarros blancos el agua, mezclada con la sangre escupida por aquellas mismas bocas desdentadas. 
Me gusta pensar que el Callejón de los Dientes recibe ese nombre porque en algún momento apareció ante el caminante como una boca profunda en la que las sombras perfilaban unos afilados dientes y adentrarse en él era como ser devorado por mitológicas bestias, por imaginarios seres de fauces sin fin y dientes como cordilleras que desgarraban la piel y llegaban hasta los mismos huesos. 
Claro que también podría ser un callejón de la felicidad, una especie de paraíso urbano donde los dientes brillasen para esbozar una sonrisa perenne. 
Me preguntó si habrá también un callejón de la boca, de la lengua o un callejón de labios ardientes.

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