viernes, 25 de marzo de 2016

El vermut

La pistola de pan, en la panadería al lado de La Moderna, el bar donde escribía sus poemas José Hierro; “El País”, en el kiosco de la calle Gutenberg, frente a Yemen y junto a la boca del metro; y el vermut, en Bodegas Casas. 
Era lo habitual muchos festivos y los fines de semana. Había que tenerle tomada la medida al vermut. Nada que ver con el Martini o similares, éste era de grifo, creo que procedía de Reus, y con sifón, acompañado con aceituna y anchoa, pero fuera del vaso, que aquel pescado ya había nadado todo lo que debía nadar. Lo aconsejable era no tomar más de tres si después ibas a continuar con las cervezas en el bar de Charlie, en los Hermanos o en cualquier otro del barrio. 
En Madrid no hay mucha tradición de Semana Santa y aunque salen procesiones, ni son multitudinarias, ni atraen turismo. Es más, lo normal es que por esas fechas la ciudad se vaciara, de forma que los que permanecían en ella podían disfrutar en esos días de una ciudad habitable, donde podías elegir sin problema de agobios y espera los lugares a donde querías ir. Sin bulla y sin dificultad para circular y aparcar o coger un taxi libre por la noche. 
Era agradable cruzar la calle, entrar en Bodegas Casas y pedir un vermut después de alcanzar el mostrador que siempre era tarea ardua por la cantidad de parroquianos que coincidían allí a esas horas del mediodía, para salir a la puerta a beberlo sin prisa. Al sol, dejando que sus rayos y el vermut adormecieran los sentidos. 
Lo malo era cuando había que practicar un nuevo slalom para llegar a la barra y pedir la siguiente ronda. Es difícil precisar dónde se hallaba la mayor dificultad, si en llegar hasta la barra de zinc para pedir o en regresar con los vasos de vermut y la pequeña fuente blanca con las aceitunas y su anchoa prendidas con un palillo esquivando cuerpos hasta una de las puertas abiertas para pisar de nuevo la calle y permanecer de pie en la acera en aquel trozo ganado al sol. 
El Sur es más de cervezas. Rubias con espuma para apagar la sed y engañar al calor. Pero en la ciudad que habito encontré mi vermut. En el antiguo Peralta de la plaza San Agustín, con su barril en la puerta y al sol; para recrear aquel adormecimiento a pachas entre el vermut y el sol de unas décadas atrás. 
Pero como pocas cosas perduran más de lo necesario, el dueño ha decidido mudarse. Y La perola de la abuela, que así se llama el bar, ha cambiado su esquina por otra en el barrio de San Ildefonso donde por ahora los rayos del solo no logran tocar el barril de la puerta, ni siquiera acercarse. 
Dice el dueño que es cuestión de tiempo, que hay que esperar, pero que los rayos llegarán a la puerta. No digo que no, pero me da que la sombra de la iglesia de enfrente es más alargada que la de los cipreses y el barril permanecerá umbrío. Y me obligará a tomar de nuevo la medida al vermut; a incrementarla para adormecer los sentidos, como entonces, pero sin sol.

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