Los puños de los viejos
camaradas rozan el cielo para mantener vivo el recuerdo. Atocha, 55.
38 años después sigue habiendo demasiadas preguntas sin respuesta.
Tenía casi 12 años y mi
colegio, el San Estanislao de Kostka (SEK), estaba en la calle Atocha,
45. Unos portales más allá de aquel en el que aquella tarde-noche
de enero de 1977 fueron asesinados 5 abogados laboralistas y otros
cuatro resultaron heridos. Como es sabido eran militantes del Partido
Comunista de España (PCE) y miembros del sindicato Comisiones
Obreras (CC OO) y fueron asesinados por pistoleros de la
ultraderecha.
Aún recuerdo la mancha
de sangre oscura en el suelo, junto a unos claveles rojos, y dos
maderos en la puerta haciendo guardia. Era el día siguiente de los
asesinatos. Aquel Madrid de final de los setenta y principios de los
ochenta era el principal escenario de unos años de plomo en los que
su banda sonora eran las bombas, los tiros en la nuca, las
manifestaciones en las que los disparos al aire acertaban a enanos y
las sirenas de la policía.
Era muy joven, pero en
ese hábitat se despertó de forma prematura mi conciencia política.
Esa que nunca me ha abandonado, pero que con el paso del tiempo me ha
convertido en un descreído. Nunca he renunciado a soñar, pero dejé
de creer; consecuencias lógicas de darte de morros con la realidad.
En mi casa se abrieron
las ventanas a aquellos aires de cambio político, así que además
de la libertad de pensamiento y expresión me alimentaron con los
periódicos y revistas de la época. Leía El País, Cambio 16 e
Interviú, y sí, también me deleitaba con las chicas en bolas de la
portada y las páginas interiores. Eran un regalo para un
adolescente. Podía haber estudiado Derecho, pero aquel Madrid de la
Transición influyó de forma decisiva en que me convirtiera en
periodista.
A finales de los 90 la
vida me hizo un guiño y me devolvió a la calle Atocha, a un viejo
edificio del número 26 con ascensor de jaula y madera, cuyos pisos
habían mutado en oficinas, entre las que se encontraba la de la UCE
y la redacción de su revista Ciudadano. De nuevo realizaba el mismo
recorrido en el metro, Menéndez Pelayo-Antón Martín, aunque con
una estación más, Atocha-Renfe. La confitería El Globo era ahora
un Burger King, pero la farmacia del mismo nombre seguía ubicada en
el mismo lugar. Mi antiguo colegio en el 45 es ahora una casa de
vecinos y tampoco existe ya el cine Consulado en la cera opuesta.
Se mantiene la iglesia de San Sebastián, donde descansan los restos
del Fénix de los ingenios. El número 55 había cambiado su vieja
puerta, y en una de sus jambas luce una placa de mármol en recuerdo
de los abogados asesinados. Yo sigo viendo aquella mancha oscura de
sangre y las flores en el suelo. En la memoria. Siempre.
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